Corría 2007 cuando la quiteña Carla Avellán se empeñó en crear un colegio con una propuesta educativa diferente, que fuera más allá de los modelos tradicionales de aprendizaje y que incluyera en su entorno el contacto con animales y naturaleza. Se puso a buscar cuál sería el lugar ideal para hacer realidad su sueño y lo encontró en la vía a Nayón, a la altura de la Avenida Simón Bolívar, en el norte de Quito. Parecía que las cuatro hectáreas existentes esperaban por ella.
Lo primero que hizo fue buscar un nombre; consultó a familiares y amigos hasta que se llegó a Liceo Campoverde. El siguiente paso fue crear un huerto y semanas después adquirió dos alpacas a las que llamó Campito y Campita, tal como se denomina el área de preescolar del colegio. En septiembre de ese año Liceo Campoverde abrió sus puertas con 130 estudiantes, de dos a nueve años, es decir menores de hasta tercer grado; el personal educativo y administrativo sumaba 30 personas.
No hay nada más importante para el desarrollo de un país que el tema educativo. Por eso decidí crear un colegio enfocado en la parte emocional de los niños y a partir de ahí apoyarles en su crecimiento para lograr sus sueños, cuenta esta mujer que se graduó en 1998 de sociología en Georgetown University en EE.UU.".
Para continuar con su formación académica cruzó el charco para estudiar una maestría en Administración de ONG en London School of Economics en Reino Unido. En 2000 volvió a Washington DC para trabajar en el Banco Mundial por siete años, de los cuales los últimos tres los hizo desde Ecuador.
Avellán cuenta que una tradición del Liceo Campoverde es realizar todos los años, a las puertas de Navidad, la Noche del Farol, en la que los estudiantes caminan y cantan por las instalaciones del colegio con un farol en sus manos. Y coincidió que en la Noche del Farol de 2013, Campita tuvo una alpaca bebé. La emoción de estudiantes y profesores fue grande e indescriptible.
Así llegó Farolito a nuestras vidas y por eso su nombre. La alpaca significa el inicio de un nuevo ciclo, un renacer. Buscamos que nuestros estudiantes vean en Farolito un ejemplo, que salgan a trabajar, luchar, aportar y a dar lo mejor para conseguir sus ideales y objetivos, cuenta Avellán. Para los más pequeños del centro educativo representa la calma, para los más grandes es una identificación con su colegio.
Las anécdotas son parte de la historia del animal. Cuando era pequeño, Farolito paseaba libremente por el campus hasta que un día se enredó en los columpios del área de preescolar. Liberarlo fue toda una odisea porque estaba muy asustado.
En 2015 se dieron cuenta que la alpaca estaba muy sola y había días en los que se lo veía triste. Ni las visitas de los niños le alegraban, entonces los administradores de la institución decidieron conseguir una pareja, a la que llamaron Farolita, para hacerle compañía.
Hoy las dos alpacas pasan en un corral de lunes a viernes; los fines de semana pasean libremente por el campus. Una persona se encarga de alimentarles, cepillar su pelaje y limpiar el corral. Cada tres meses son sometidos a un chequeo ejecutivo, que garantice su salud.
En las mañanas, antes de empezar mi jornada, voy a ver a las alpacas porque significan mi mejor terapia. Les doy una zanahoria y un poco de alfalfa y acaricio sus caras. Farolito es un consentido, un poco temperamental. Él decide cuándo quiere que le mime y acaricie, cuenta Avellán con emoción.
Farolito lleva ya diez años como un símbolo de luz en este colegio que hoy cuenta con 700 alumnos y 150 empleados. Quién sabe si este diciembre, vísperas de navidad, en la noche del Farol, empiece una tercera generación. (I)