Era apenas un niño cuando tuvo que regresar a Chile, solo un mes después de implantada la dictadura. Años atrás, en 1964, sus padres lo habían dejado todo para mudarse a vivir en Ecuador, en busca de mejores días, con él en brazos, de dos años y medio. Enamorado del país, su papá decía que había muchas oportunidades, mucho por hacer. Lamentablemente, su padre falleció y su madre enfermó. Para su tratamiento, ella contaba con seguro médico, pero para nada más.
Los alrededor de siete años que permaneció durante parte de la dictadura chilena, bajo los cuidados de su abuela, fueron una pesadilla, otra experiencia que lo marcó. “Supimos lo que es hacer una cola y no conseguir producto, lo que es pasar hambre, la gente estaba con un ánimo pésimo, fueron años muy difíciles. No obstante, como se dice vulgarmente, en esos momentos duros, cuando a la cucaracha se la quiera aplastar, es cuando comienza a verse las cosas con esperanza y se busca alguna forma de salir adelante. De chico aprendí muchas cosas, gracias a Dios nunca nada malo, por el contrario, vengo de un hogar humilde, los dos trabajadores. Regresé al Ecuador, nos encontramos con mi mamá, en casa había necesidades. Mientras estudiaba en el colegio entré a Supermaxi. Y ahí empezó todo”.
Su primera tarea fue pegar los adhesivos de los precios en los juguetes. Con lo que lograba de ese trabajo, trataba de ayudar en la casa. Pero faltaba mucho, El día que su madre le dijo que no tenía dinero para el bus, ese día le caló durísimo. Y en su dolor e impotencia se repitió: “Yo no quiero ser pobre, no quiero ser pobre, no quiero ser pobre”. A Carlos Troncoso, la pobreza le dejó una de las lecciones más fuertes en su vida, aprendizajes que son duros, pero que, sin embargo, como lo dice ahora, afable y sereno, “soy el producto de eso, entonces, soy súper agradecido con la vida por haberme puesto, incluso, en ese camino, porque finalmente uno crece, uno evoluciona”.
De pegar los stickers, se enroló como cajero de medio tiempo, y tras terminar el colegio, tomó tiempo completo. Quería estudiar la universidad, pero la necesidad era mayor. Y después, cuando intentó seguir la carrera de Administración en el Junior College, los horarios de trabajo del supermercado no le permitieron: de 08:30 a 22:00, todos los días, incluso sábados y domingos. Pero cada labor encomendada, él lo hacía con alegría. “Barre”, barría. “Cambia precios”, cambiaba. “ordena perchas”, ordenaba. Poco a poco obtenía más responsabilidades, rotó por todas las bodegas, por abastos, por legumbres, fue jefe de bodegas y llegó a un importante cargo en el área comercial. Había decidido entregar su vida a la empresa. Así, hasta sus 50 años de edad, cuando se jubiló, porque su esposa, guayaquileña hija de japonés, y sus dos hijos casi no lo veían en casa.
“Tengo un hijo que tiene una discapacidad, solamente de movilidad, utiliza un walker, es un ícono en su colegio. Es verdad, estaba en la cresta de la ola, en mi parte profesional, pero mi familia estaba alejada. Vi que la vida tiene que ser un equilibrio, no puede ser así. Así que pasé de ser un padre ausente a uno presente, en todas las actividades de mis hijos he estado desde que salí de la compañía en agosto de 2015. En ese momento empezó una nueva vida, tomé un tiempo de descanso”.
¡Qué rico!
Desprenderse del lazo con la organización donde trabajó por muchos años no fue tarea fácil. Aún hasta ahora se le mueve la nostalgia por momentos con ese recuerdo. Pero tenía que seguir. Inspirado por la cultura japonesa, afín por las raíces de su esposa y por haber viajado a ese país, donde se enamoró de la simpleza, el respeto a la vida, a la gente, y la fusión entre lo tradicional y lo moderno, fue gestándose en su interior la posibilidad de crear una propuesta gastronómica de valor, diferente, en donde todos ganaran. Así nació como lienzo, primero, Umai, que significa 'rico', de delicioso, en japonés, en agosto de 2019. “Mi esposa me decía: 'No restaurantes, por los horarios', y yo le dije: “No voy a hacer restaurante, voy a hacer una propuesta de valor, que es muy diferente”. Y dijo: “Bueno, si lo vas a manejar de esa forma, está bien, no queremos perderte de nuevo”.
Tras un viaje a Perú, a presenciar una serie de exposiciones de ramen, sintió que por ahí era. Con una inversión de US$ 120.000 arrancaron todos los trabajos para dejar a punto el primer local. Se contacta con un chef y una arquitecta reconocida, para armar toda la carta y la infraestructura y diseño, respectivamente. Quería que fuera un lugar simple, zen, donde no hay ni siquiera wifi, donde la gente llega a disfrutar de la comida, a compartir. “Todas las cosas, la vajilla, los vasos, todo fuimos escogiéndolo con ese detalle, que es la belleza de lo simple. Tenía que ser que ser zen, con elementos de vidrio, de metal y que la fiesta no se viva en el techo, sino en la mesa. El show viene en un bowl, caliente, rico, hay toda una experiencia atrás de esto”.
Las puertas se abrieron días antes de que la pandemia cerrara todo. La dificultad que enfrentaron es que no se hacía entregas a domicilio para el ramen. Tuvieron que reinventarse. Mirando videos, experimentando, haciendo una serie de pruebas llegaron al producto final. “Y así comenzó nuestra venta, creo que con US$ 700 al mes que ni siquiera alcanzaba para pagar a la gente. El negocio apenas sobrevivía con el pasar de los días, las semanas y los meses. En diciembre de 2020, los números no daban y lamentablemente tuve que dejar marchar al chef. Algo, sin embargo, hacía que siguiera remando contra corriente. Estuvo dispuesto a vender su automóvil para seguir, pero en una jugada arriesgada le planteó al pequeño equipo de cocineros si quisieran acompañarlo. Hasta el infinito y más allá, bueno, más bien “hasta la muerte con usted”, le dijeron. Y continuaron. “Enero, febrero 2021 empezó a levantar la venta, marzo fue nuestro mejor momento, ya había como pagar completo a los chicos, pagar los seguros, porque una cosa que sí me preocupé desde el principio es primero en pagarles todo, ellos son mi fortaleza, son los pilares del negocio, los que cocinan, los que atienden”.
El lado de la moneda cambió y en marzo de 2021 se abrió el segundo local, como vecino del Megamaxi ubicado en la avenida 6 de Diciembre, en Quito. Con una inversión de US$ 98.000 ese local es el que mayor actividad tiene. “Hacemos cosas diferentes para que la gente sienta lo diferente en cada lugar, la comida es la misma, pero, como dice Pablo Neruda, el vaso es el mismo, el agua es la misma, pero si le cambiamos de color al vaso, va a saber diferente. Umai es una experiencia”.
Tras el segundo, llegó el tercero, abierto en diciembre de 2021, en Cumbayá, en uno d e los centros con mayor desarrollo gastronómico de la ciudad. “Tenemos tecnología japonesa atrás, para la elaboración de los fideos, de los caldos, para todo. No quiero igualarme a la competencia del mismo producto, sino más bien salir con uno típico original japonés, que la gente compruebe que si come un ramen en Tokio, Osaka, Kioto, en California o Nueva York hecho por japoneses, encuentre el mismo sabor”.
Con tres locales, donde trabajan 21 colaboradores, el sueño es desparramar Umai por todo el Ecuador, en especial Guayaquil, Cuenca y Manta. Y ese es solo el primer escalón de un plan más grande de Troncoso. Su meta es crear cinco conceptos gastronómicos diferentes. El segundo, que todavía es una sorpresa, abrirá sus puertas en octubre o noviembre de este año en Quito. “Yo creo que es muy soñador, soy una persona que la vida me ha golpeado tanto que los pies los tengo bien asentados sobre la tierra. El Ecuador es maravilloso desde todo punto de vista, la gente, el clima, todo, todo está aquí. Así como mi papá vio y dijo alguna vez: 'En Ecuador está todo por hacer', yo creo que sigue habiendo oportunidades. Obviamente, hay que salirse un poco de la caja para pensarlo diferente y hacer propuestas como estas”. (I)