La fachada es de mármol rosado; las paredes son de adobe y bahareque; los espaldares de las habitaciones fueron tallados a mano por un artesano, y en los salones, escaleras y pasillos uno puede encontrarse con esculturas originales de Botero, una puerta de madera de una iglesia de la colonia, vitrales y decenas de obras de arte. Cada uno de los elementos encaja de manera sutil, y los huéspedes pueden apreciarlos antes de llegar al restaurante y cafetería que dan al río Tomebamba, desde donde se aprecia cómo Cuenca crece de manera ordenada y planificada.
Los visitantes del Hotel Cruz del Vado pueden llegar caminando luego de pasear por El Barranco, o tras adquirir un sombrero de paja toquilla o joyas hechas a mano en las calles aledañas. El callejón de acceso se ha reinventado en los últimos años. Ubicado en el corazón de El Vado, uno de los barrios más antiguos y tradicionales de Cuenca, que hasta hace unos años gozaba de una peligrosa fama, el sector ahora es un destino para turistas de otros países, visitantes nacionales y cuencanos, gracias a acciones coordinadas por los vecinos del barrio, con apoyo de las autoridades de la ciudad y la confianza de empresarios con visión que sabían que El Vado merecía un mejor destino.
Allí, un par de metros por encima de la calle La Condamine, uno de los puntos de acceso al centro histórico de la capital azuaya, se vive una experiencia que combina tradición y modernidad, servicios de alta calidad e historia de la ciudad a la que muchos califican como la más linda del Ecuador.
El edificio terminó de construirse en 1936. La familia Merchán lo levantó con planes que no se cumplieron. Sin embargo, eso no detuvo la evolución del Palacio de El Mercurio, el primer nombre de esta edificación, que, luego de tener varios dueños y una reconstrucción integral, se convirtió en un hotel boutique de lujo con cuatro suites y 26 habitaciones que se dividen en tres categorías, todas acogedoras, elegantes y cálidas.
Galería permanente de pinturas, esculturas, muebles tallados a mano, lámparas traídas de mediados del siglo XX, el hotel abrió sus puertas en julio de 2019, luego de que Art Hoteles Ecuador comprara el edificio y lo restaurara desde la entrada hasta la terraza, preservando toda la historia y reforzando techos y paredes con estructuras metálicas imperceptibles al ojo de los huéspedes y visitantes. La idea se dio en 2014, la compra ocurrió en 2015 y pasó un tiempo, cerca de cuatro años, hasta que los planos tomaran forma con apoyo de la familia de arquitectos Lloret.
El edificio tiene 1.780 metros cuadrados. En la planta baja los pisos son de piedra, la luz ingresa de frente por la recepción y los muros tienen 50 centímetros de grosor. Muebles modernos de colores atrapan la mirada y confunden a los huéspedes cuando salen a la calle y se topan con alfareros, sombreros, herreros y otros artesanos de Cuenca, que tienen su propia historia. Vitrales de Patricio León, cuadros de Nelson Torres, un Botero original y algunas réplicas… Las obras de arte son imanes en este edificio que combina el estilo republicano y la arquitectura francesa, muy estudiada en las aulas universitarias de la ciudad.
El patio de la planta baja recibe toda la luz que ingresa por el techo de vidrio, ubicado en lo más alto del hotel. Al mirar desde abajo hacia arriba, es fácil encontrarse con los pasamanos de hierro, los pasillos que conducen a las habitaciones y pequeños nichos en las paredes, abiertos a propósito, para que los turistas vean que el adobe y el bahareque sostienen y elevan este destino de lujo que abrió sus puertas en Cuenca con una estrategia clara: precios altos para que otros hoteles boutique de la ciudad eleven sus tarifas y generar competencia, según detalla Sebastián Vergara, CEO de Art Hotels Ecuador, la cadena que también tiene hoteles boutique en Quito, Otavalo y alista uno nuevo en Guayaquil.
“El hotel significa una nueva forma de recuperar un barrio emblemático de Cuenca, una manera de apropiarse del espacio púbico entre vecinos, con gestión del sector público y el sector privado”, explica Vergara, mientras recorremos el edificio, descubriendo cuadros de bronce, pinturas posmodernas y candelabros de metal. Las gradas de madera, por un lado, y el ascensor del siglo XXI, por otro, no compiten entre sí, se complementan y suman en la experiencia de los visitantes que llegan de Europa, Estados Unidos, así como de Guayaquil y Quito. En el hotel la inversión llega hoy a los US$ 5,5 millones y, más allá de los recursos destinados, Vergara destaca la creatividad y el buen gusto aplicados por su mamá y su hermana arquitectas, encargadas del diseño, la decoración y los detalles de cada habitación, el rooftop, los pasillos, las paredes, los techos y los demás elementos arquitectónicos.
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