Llamamos a Daniel Maldonado porque nos interesaba contar la historia de Urko, su restaurante que rescata la cosmovisión andina con ingredientes provenientes de la Costa, Sierra, Amazonía y Galápagos. Tras una conversación de cinco minutos acordamos encontrarnos en el restaurante. Cuando llegamos a la dirección señalada, en el tradicional barrio de la Floresta en Quito, buscábamos un letrero que nos permita ubicarnos en el lugar correcto, pero la dirección nos enviaba a una casa.
En ese punto optamos por bajarnos del vehículo y tocar el timbre para preguntar. Un joven sonreído nos abrió la puerta. Era Daniel Maldonado. Un camino lleno de enredaderas nos conduce a un patio pequeño techado, decorado con plantas, objetos antiguos y otros reciclados, una pequeña sala de estar cierra este ambiente.
Atrás, a media luz, se advierten unas cinco mesas, una cocina abierta, estanterías, cuadros que representan diversas zonas de Ecuador y sobre las sillas unos ponchos andinos doblados para resguardarse de las noches frías de la capital. Bienvenidos a conocer y vivir una experiencia diferente, Urko es un sueño, una transformación de vida nos dijo. Un sueño que debió reinventarse algunas veces.
Este quiteño de 35 años se graduó de ingeniero industrial en la Universidad San Francisco de Quito en 2006. Trabajó en Novapan como analista de calidad y luego en Latam, donde estaba a cargo de los presupuestos de cinco aeropuertos del país.
En 2013 decidió cruzar el Atlántico para estudiar una maestría en Organización Industrial en la Universidad de Sevilla, en España, y allí despertó el chef que había estado dormido por algunos años. Recuerda que de niño le gustaba cocinar para los trabajadores de una finca que la familia tiene en Yaruquí al nororiente de Quito. Maldonado empezó haciendo pasta porque era lo más fácil. Mi familia, por el lado de mi papá, está muy ligada a la cocina, con mi abuela como cabeza del clan. Siempre nos reuníamos unas 15 personas para preparar diferentes sopas. Nos juntábamos todos alrededor de una olla, a veces hasta por tres días, cuando se hacía por ejemplo la timbushka, una sopa tradicional de la sierra que se elabora a base de maní, leche, col, papas, mote y costilla de res. Era toda una ceremonia, una tradición familiar.
Habían transcurrido los primeros tres meses de su maestría en Sevilla cuando los astros se alinearon para ponerle ante sus ojos la gastronomía. No dudó ni un minuto en inscribirse en la escuela de hostelería de Sevilla. En las mañanas estudiaba Gastronomía y en las noches Organización industrial. Tres meses después decidió hacerle caso a su corazón que le susurraba al oído para darle con todo a la cocina. Dejó la maestría y dos años después se graduó de cocinero, como él dice.
Corría el año 2014 y lleno de ilusiones se mudó a Huesca una pequeña ciudad cerca de Madrid, para trabajar en un restaurante. Me tocaba hacer de todo, desde lavar platos, hasta trapear los pisos. Recuerdo que lo primero que tuve que hacer cuando llegué fueron cien litros de gazpacho, una sopa fría, típica del país ibérico. Era una vida muy intensa, de nueve de la mañana hasta dos o tres de la madrugada. Descansaba los domingos. Dormía en un catre. Aquí conocí el lado oscuro de la cocina, el ambiente era terrible, sin respeto, un régimen autoritario y mucho maltrato. A los tres meses me dio una lumbalgia, no podía moverme, tuve que volver a Ecuador.
Ya en Quito, una vez recuperado, estaba listo para regresar al viejo continente, tenía una propuesta de trabajo en una cadena de comida grande. En ese momento decidió, nuevamente, hacerle caso a su corazón y a la intuición. Se quedó en Ecuador y empezó a trabajar en lo que sería el restaurante de sus sueños. Dibujos iban y venían, diseños, formatos, un bussines plan, sólo faltaba un nombre y el lugar. Con una carrera (ingeniería industrial) que le permitía entender procesos y el funcionamiento de organizaciones, decidió optar por una visión horizontal, donde las personas no estén con cabezas agachadas, sino que puedan desarrollarse, aportar, que sus ideas sean escuchadas y tomadas en cuenta. No quería replicar lo vivido meses atrás. Me lancé con todo, pedí un préstamo bancario por US$ 150.000, arrendé una casa grande en la avenida Isabel La Católica en el tradicional barrio de La Floresta en US$3.500 mensuales, recorrí el país buscando productos de primera calidad y proveedores y a finales de 2014, mi sueño se hacía realidad.
Nació Urko, que en quichua significa montaña, fuerza, naturaleza y biodiversidad. Tras un año de pruebas, errores y de evolución, la facturación de 2015 fue de US$ 350.000.
Los siguientes dos años fueron de crecimiento. Los platos a la carta costaban alrededor US$ 18 y el menú de degustación con maridaje, un concepto novedoso que no se conocía en Quito llegaba a unos US$ 80. 2018 concluyó con US$ 450.000 en ventas y con un equipo que llegaba a las 20 personas. En 2018 decidimos trabajar bajo un concepto: nos alineamos a la cosmovisión andina, con la diversidad de las cuatro regiones del país. Decidimos entender las fiestas de los Raymis, que son homenajes a la naturaleza y a los ciclos astrales. Un calendario agrícola que indica los productos que se obtienen en cada estación y que varía cada tres meses. Así, Pawkar (florecimiento), de marzo a junio; Inti (cosecha), de junio a septiembre; Koya (fertilidad) de septiembre a diciembre; y Kapac (siembra) de diciembre a marzo.
Este quiteño, cuyo cerebro no para de crear, pensar y soñar, paralelamente se embarcó a explorar en las Islas Galápagos. Por algunas semanas, en la isla Santa Cruz visitó fincas, cafetales y se reunió con pescadores. Esto le permitió crear una base de proveedores para Anker, que en español significa Ancla. Invertí US$ 120.000 para crear el primer restaurante de comida 100 % galapagueña. El primer año facturé US$ 80.000 y tenía cinco empleados. La filosofía aplicada se basaba en la sostenibilidad, los productos locales, la economía circular y el zero waste.
El panorama en los dos restaurantes eran un boom. En 2019 estaba cerca de facturar US$ 500.000, pero llegó la pandemia en marzo de 2020 y mis sueños se volvieron en pesadilla.
Maldonado cerró los dos establecimientos. Vendió su carro para pagar la liquidación de sus empleados. Pasaron seis meses de frustración, angustia, desasosiego y preocupación hasta que una noche dijo ´eureka´. Decidió abrir Anker en Quito, con un concepto relajado y casual. Eran cinco personas y hacían de todo, desde lavar platos hasta preparar los menús. Cerraron el año con ventas de US$ 150.000. Las ilusiones y los sueños volvieron, pero en mayo de 2021, un nuevo rebrote de Covid-19 les obligó a cerrar nuevamente y regresaron las pesadillas. Hice cuentas, sumas y restas y me di cuenta que no salíamos a flote. Fue muy duro desarmar el restaurante que yo había construido pieza por pieza. Guardé todo en una bodega y devolví la casa.
Su espíritu luchador no le permitió sentirse un sobreviviente sin un destino claro, estaba decidido a no darse por vencido. Pasaron horas, días y semanas interminables hasta que nuevamente llegó el segundo ´eureka´. Se encontró con un amigo, en cuya casa había funcionado, en el pasado, un pequeño restaurante para desayunos. Llegaron a un acuerdo de arrendamiento mensual por US$ 300 y los sueños regresaron, pero en una escala menor, de 200 m2 se redujo a 40 m2.
Empecé haciendo pan, traje una mesa para seis personas y atendíamos jueves y viernes bajo reserva. Luego pusimos otra mesa, a veces hacíamos noche de hamburguesa, funcionábamos de acuerdo a los productos que conseguíamos. Poco a poco, Urko estaba de regreso, sin salir de La Floresta. Maldonado entendió que todo se resumía en actitud y que en el patio trasero de una casa expondría nuevamente al mundo la cultura ecuatoriana. Regresaron los Raymis, la cosecha, la siembra, la fertilidad y el florecimiento que marcan el significado de cada celebración. El menú incluye 10 platos de degustación y tiene un costo incluido el maridaje de US$ 110. Al salir te entregan un pasaporte, que incluye una explicación concisa de la experiencia vivida y una foto de recuerdo. El 70 % de los clientes es extranjero. Este chef no pierde la esperanza de revertir en algún momento este porcentaje. Ahora son tres socios y cuatro empleados. En 2022 la facturación fue de US$ 290.000.
En este espacio íntimo se coció La Ñora, un nuevo restaurante, ubicado a pocas cuadras a pie, que rescata la sazón de la típica señora que está detrás de las cocinas populares, de las fondas y las huecas. Es una propuesta 180 grados distinta a Urko. Recogimos los platos de la comida tradicional ecuatoriana como chinchulines, corviches, muchines, empanadas, tamales o ceviches. El plato más caro llega a US$ 10.50. La Ñora es un hot spot de la Floresta, siempre está lleno, atendemos 120 personas diarias y al mes facturamos US$ 30.000.
Urko y La Ñora son un viaje hacia la cultura y memoria culinaria del Ecuador desde dos facetas literalmente opuestas: el primero está considerado entre los 50 best discovery restaurants y el segundo se destaca por la magia de la cocina hogareña y popular. (I)