Un legado con soul
En un país donde emprender parece un acto de fe y crecer una rareza, Amada Godoy y su familia levantaron desde Loja un emporio alimentario que facturó alrededor de US$ 33 millones en 2024. Su historia no es solo la de la industria lojana de especería (ILE), sino la de una mujer que desafió el escepticismo, el centralismo y la informalidad con disciplina, técnica y convicción espiritual. ILE es un ecosistema donde se cruzan la agroindustria, la sostenibilidad radical y la justicia social. En tiempos de discursos vacíos sobre emprendimiento, esta es la historia real de cómo un pequeño sueño familiar se convirtió en un legado con alma.

La mañana se abre paso entre nubes nubes pesadas. Nuestra entrevista se dio pocos días después de una torrencial crecida de los ríos Zamora y Malacatos que inundó grandes porciones de Loja. En el patio de una planta industrial impecable, los pasos retumban sobre el concreto húmedo. Una pequeña capilla blanca, enclavada entre bodegas y oficinas, recuerda que aquí se reza antes de negociar. Las montañas, al fondo, vigilan el ritmo discreto de los camiones que entran y salen, cargados de aromas que viajarán miles de kilómetros: manzanilla, cúrcuma, comino, achiote, orégano.

En medio de esta coreografía logística, una mujer vestida completamente de blanco (traje, tacones y mirada firme) se detiene frente a una pila de cajas con el sello "Sabora". Es Amada Godoy, presidenta de Industria Lojana de Especerías (ILE), la mente y la voz detrás de una de las empresas más grandes de la región sur. Su presencia no se impone por el protocolo, sino por el temple: una mezcla de fe, disciplina y olfato empresarial que transforma sueños en contenedores de exportación.

En una de las paredes de la planta, enmarcado entre empaques antiguos y recortes de periódico, cuelga el retrato de un hombre con mirada firme y traje oscuro. Es Manuel Esteban Godoy Ortega, el fundador. De su imagen emana esa solemnidad de los pioneros que construyeron empresa antes de que la palabra emprendimiento se pusiera de moda. Junto a él, otra fotografía lo muestra con su esposa, Blanca Ruiz, sentados entre sacos revisando papeles, como si el control de calidad empezara desde la sala de su casa.

La escena parece arrancada de otra época, pero en el mural donde aparece impresa se mezcla con el eslogan de siempre: 'Un sabor desde 1972'. Más allá, una imagen vibrante: la primera flota de distribución, una furgoneta verde y una sonrisa orgullosa al volante. Era el inicio de una expansión que llevaría a la marca de Loja al mundo.

"Nuestra historia a través de los años", reza el cartel. Y es literal. Ahí también están los primeros frascos de "Sabora" que llegaron a Nueva York y Nueva Jersey; la foto familiar de la segunda generación reunida en un sofá con aire ochentero, y etiquetas impresas que ya son parte del archivo emocional del país. La memoria empresarial aquí no se guarda en cajas, sino que se exhibe con la misma dignidad con la que se muestran las certificaciones internacionales porque esta es una empresa con historia, pero, sobre todo, con herencia.

"Esto empezó en una terraza, con sobrecitos sellados uno por uno", recuerda Amada, en un tono que mezcla gratitud, nostalgia y asombro. La historia de ILE nació en plena plaza de San Sebastián hace 53 años, en una casona con alma de trinchera. Allí, sus padres tejieron una red de sueños. Sin oficina, sin maquinaria, pero con un sentido infalible de propósito de crear algo que trascienda.

Lo que para otros era un sobre de comino, para ellos era una declaración de principios. 'Sabora', la marca emblemática,  se convirtió rápidamente en un nombre genérico en los mercados. Tanto así que, en la frontera norte, en Ibarra y en Tulcán, muchos creían que era un producto colombiano. El padre visionario no solo fabricó productos, sino también maquinaria, desde cero, ensamblando molinos con piezas hechas a mano en los talleres mecánicos del viejo parque Bolívar.

Y, cuando llegó el momento de importar tecnología, no dudó en enviar a sus hijos de 11, 13 y 15 años a capacitarse en Europa. "No eran técnicos, eran mis hijos", respondió cuando en España se sorprendieron de recibir niños. Años después, esa máquina sigue operativa. En 1973 se conformó la Industria Nacional de Especerías (INE), que se convirtió oficialmente en ILE en 1982. Tres años más tarde empezó la construcción de su moderna planta que se amplió, poco a poco, a lo largo de los años. Actualmente, cuentan con varias marcas como Alto Cayetano, Dulcet, Hierbas Aromáticas, ILE, Kasserola, Meruvilla, Mukcho, Sabora y Vilcagua. A través de su e-commerce, se presentan más de 230 productos 'made in Loja'.

Pero antes de hablar de cifras, de mercados internacionales o de la compleja realidad de emprender desde una ciudad periférica, hay que detenerse en el carácter de quien lideró esta visión porque detrás del aroma a hierbas secas, hay decisiones que huelen a riesgo, a resistencia y a convicción profunda.

UNA NIÑA ENTRE LA PANELA

Amada nació el 3 de mayo de 1956, en Malacatos, Loja. Era la cuarta de diez hermanos. Creció entre el aroma de la panela, la madera de los trapiches y las enseñanzas de una madre que

cocinaba para los trabajadores desde las 05:30 de la mañana. Mientras la molienda funcionaba, los hijos aprendían de la vida, no con discursos, sino con ejemplo.

"Mi niñez fue en Malacatos". Cuando su madre tenía que viajar a Loja, Amada se quedaba a cargo de los más pequeños y de vender las panelas. Su sistema era sencillo pero eficaz: "Mi papá me decía: 'Te quedan estas panelitas... si vienen a comprar, vendes, vale tanto, pero tendrás cuidado'. Yo iba entregando la panela así, pero la rayaba con un palito y decía, 'Espérese, hasta ahí nomás, no se me lleve más'". Más allá de la anécdota infantil, lo que se tejía era una ética: la responsabilidad, el respeto por lo ajeno, el valor del trabajo. La historia de Amada no comenzó con una empresa, sino con una olla demasiado grande para bajar del fogón y con un padre que le enseñó, desde pequeña, a devolver un nido con pajaritos a su lugar porque "la mamá pájaro debe estar desesperada buscando sus huevos".

"¿A vos te gustaría que te roben y que te quiten de tu mamá? No. Entonces, anda, regresa", le dijo su padre aquella vez. No era solo ternura: era formación ambiental, empatía, y un sentido ético que terminaría incrustado años más tarde en las prácticas empresariales que ella lideraría.

El colegio fue en Loja porque en Malacatos no había. Comenzó con las franciscanas hasta cuarto curso. Después pasó por el Beatriz Cueva de Ayora y terminó en el nocturno del Bernardo Valdivieso. "De día ayudaba a trabajar a mis papás y de noche estudiaba", cuenta. Aquello no solo forjó su carácter, le dio la seguridad de pedirle a su padre, con decisión, que la dejara estudiar en Guayaquil.

"Papá, yo quiero estudiar esta carrera, ayúdame. '¿Y dónde quieres?' En Guayaquil. 'Vamos a Guayaquil'". Se fue con él, de la mano y la dejó en una casa de estudiantes. Tenía un cuarto, comida y, sobre todo, una convicción: resistir.

"Según yo, me regresaba cada semana y decía: no, ya la otra semana me regreso". Pero se quedó, aprendió, sufrió el calor guayaquileño y venció la nostalgia con propósito. En la Universidad Estatal de Guayaquil estudió Química y Farmacia. "Por lo académico no sufrí en lo absoluto", recuerda. Lo que costaba era el desapego: había crecido siendo un pilar logístico de su familia. "Yo manejaba a mis hermanos pequeños... veía qué ropa se iban a poner al otro día, les ayudaba con los deberes, me iba a las reuniones de los más chiquitos en las escuelas". Desde adolescente ejercía el rol de una adulta. Quizás por eso la adultez nunca le quedó grande.

Encuentra la historia completa en nuestra edición impresa #23. 

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