Renzo Paladines nació el 21 de agosto de 1969 en Loja, una ciudad enclavada entre montañas y ríos. Desde pequeño, tuvo el privilegio de estar en contacto con la naturaleza de una manera que hoy parece lejana para muchos niños. "Mis abuelos tenían una finca en Vilcabamba y cada fin de semana o en vacaciones pasaba allá. Para mí era normal estar entre cerros, bañarnos en los ríos, cosechar frutas y oír las historias de las personas que trabajaban en la finca", rememora. Esos años le brindaron una conexión especial con el entorno que lo rodeaba. "Más que con mis padres, pasaba esos momentos con mis abuelos (por su trabajo), y esa fue una de las claves que marcó mi futuro".
Desde su niñez, Paladines no solo descubrió el mundo natural que lo rodeaba, sino también el profundo respeto por los ciclos de la vida que ese entorno rural le enseñaba. Estos valores se reforzaron en su adolescencia, cuando se sumó a un grupo de amigos mayores que compartían su amor por la aventura. "Nos íbamos de excursión a las lagunas, subíamos las montañas y pasábamos explorando. Fueron experiencias que me ayudaron a forjar una relación sólida con la naturaleza, pero también despertaron mi conciencia sobre la necesidad de protegerla".
Paladines estudió en el Bernardo Valdivieso, uno de los primeros colegios públicos del país. "Era el más importante de Loja y tenía un ambiente muy libre. Había estudiantes de diferentes niveles sociales. Esa variedad me permitió ver de cerca las realidades de muchas familias, que también venían de la provincia", recuerda. Más allá de lo académico, destaca el carácter contestatario que impregnaba el ambiente escolar. "Había un movimiento estudiantil muy fuerte, protestas contra las políticas económicas del país, y eso también fue una experiencia formativa para mí".
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Después de graduarse del colegio en 1987, su vida dio un giro inesperado que lo llevaría a un escenario completamente diferente. Veinte días después de recibir su diploma, Renzo se encontró en Moscú, la capital de la entonces Unión Soviética. "Conseguí una beca para estudiar allá, y de repente, pasé de una pequeña ciudad como Loja a una metrópoli en medio de la Guerra Fría. Fue un choque cultural tremendo, pero también una oportunidad que me abrió el mundo", recuerda.
Paladines llegó a Moscú en un momento crítico de la historia global. La Unión Soviética estaba en el umbral de grandes cambios políticos y él fue testigo directo de esa transformación. "Llegué con Gorbachov en el poder y me fui con Yeltsin. Fueron años de enormes cambios; viví la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética", comenta. En Moscú, estudió Zootecnia en la Universidad Patrice Lumumba, una institución internacional que acogía a estudiantes de todo el mundo. La experiencia fue transformadora por la diversidad de culturas y visiones que allí se encontraron. "Luego cambió el nombre a la Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos. Había estudiantes africanos, asiáticos, latinoamericanos, y cada uno traía su propia perspectiva sobre el mundo. Eso fue increíblemente enriquecedor".
Sin embargo, su pasión por la biología nunca desapareció. Aunque originalmente quería estudiar esta carrera, la falta de cupos en Moscú lo llevó a optar por Zootecnia, una disciplina que también despertaba su interés debido a su experiencia en la finca familiar. "Fue una decisión práctica, pero nunca me alejé de mi pasión por la conservación", señala. Tras seis años de estudios, Paladines se graduó con una maestría en Fisiología Animal, una experiencia que le permitió entrar en contacto con la ciencia de vanguardia. A pesar de haber vivido en una de las ciudades más grandes del mundo, decidió regresar a su tierra natal, Loja, tras finalizar sus estudios. "Después de vivir en una metrópoli, me di cuenta de que no me gustaban las grandes ciudades", cuenta.
Al regresar tuvo la fortuna de conocer a Curtis Hoffman, un estadounidense que estaba iniciando una ONG llamada "Colinas Verdes", dedicada a la conservación. Ahí comenzó a trabajar con él, pero su verdadera oportunidad llegó poco tiempo después, cuando conoció a Ivan Gayler, un empresario estadounidense que estaba en busca de un proyecto ambiental en los Andes tropicales. Juntos, fundaron Naturaleza y Cultura Internacional (NCI).
El inicio de NCI fue modesto, pero visionario. La primera gran oportunidad llegó cuando el gobierno alemán anunció su interés en financiar proyectos de investigación en ecología tropical. "Nos dimos cuenta de que necesitaban infraestructura para poder implementar sus estudios, así que compramos una propiedad de 1.000 hectáreas junto al Parque Nacional Podocarpus, que estaba en remate por US$ 20.000", recuerda.
Esa propiedad se convirtió en la base de la Fundación Científica San Francisco, la precursora de NCI. Sin embargo, a medida que avanzaban en su trabajo, Paladines y su equipo se dieron cuenta de que solo con investigación científica no sería suficiente para proteger la naturaleza. "En el año 2000 nos dimos cuenta que si solo seguíamos apoyando y haciendo investigación, los bosques se seguían quemando, se seguían talando, entonces -reflexiona- teníamos que hacer algo más".
Fue entonces cuando el enfoque de la organización cambió y adoptó una mirada más integral, que incluía tanto la protección de la biodiversidad como el respeto y apoyo a las culturas locales. El nombre 'Naturaleza y Cultura Internacional' surgió de esta visión: "Si queríamos conservar era fundamental el rol y la participación de las comunidades locales. La conservación no es un tema de científicos y conservacionistas, es un tema de la gente", explica.
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Bajo esta nueva línea, NCI comenzó a expandirse rápidamente, tanto en Ecuador como en otros países de América Latina. En el sur de Ecuador, desarrollaron proyectos de conservación en Zapotillo (reservas La Ceiba y Cazaderos) y en Macará (reserva Laipuna). Estas iniciativas pioneras, aunque respaldadas por inversiones privadas, siempre tuvieron un enfoque comunitario y abierto. "Las áreas protegidas no son tierras cerradas, son espacios para que las comunidades también se beneficien", recalca Renzo.
En esta nueva etapa fueron siete reservas creadas, alrededor de 30.000 hectáreas. "La última vez que calculé, el costo de la tierra fue de US$ 120 - US$ 150 por hectárea". Aunque, el problema es que el mantenimiento de estas áreas es costoso, entre US$ 150.000 y US$ 200.000 al año. Después, a través de muchas alianzas con municipios, crearon las reservas municipales que "con la legislación ecuatoriana se llaman 'Áreas de conservación y uso sostenible'".
Otro de los hitos más importantes llegó cuando NCI estableció el Fondo Regional del Agua en colaboración con municipios locales. A través de este fondo, que se nutre de una tasa ambiental pagada por los usuarios en sus planillas de agua, se aseguraron los recursos necesarios para el manejo sostenible de las áreas protegidas. "Este fideicomiso asegura que los fondos se utilicen exclusivamente para la conservación, lo que ha permitido proteger más de 400.000 hectáreas de tierras que proveen agua a millones de personas", comenta con orgullo. "Por ejemplo, el municipio de Loja tiene 74.000 hectáreas de reservas municipales y se necesitan US$ 600.000 para el manejo de las áreas protegidas (financiadas por los ciudadanos)".
El éxito de NCI en Ecuador sirvió como modelo para otros países. En 2004, la organización inició proyectos en Perú, en la región de Piura y la selva de Loreto, replicando su enfoque de conservación local participativa. "Perú es un país mucho más grande y complejo que Ecuador, pero logramos establecer áreas protegidas y trabajar de la mano con comunidades locales para asegurar la preservación de sus bosques", señala.
Con el tiempo, NCI se expandió a México, Colombia y Bolivia, siempre con un enfoque adaptado a las realidades locales. En México, por ejemplo, establecieron una reserva en Sonora para proteger la biodiversidad del desierto, mientras que en Bolivia colaboraron con ONGs locales para promover la conservación en la región de Santa Cruz, una de las más biodiversas del país.
Hoy en día, NCI es una organización que opera en múltiples países y que ha generado un impacto global en la conservación de la biodiversidad. En 2023, tuvo ingresos totales por US$ 7,7 millones y este año su presupuesto asciende a US$ 8,8 millones. Según datos públicos de su portal, hasta la fecha han protegido 10 millones de hectáreas (111 fuentes de agua), almacenado 3.400 millones de toneladas de carbono e impulsado el bienestar de 20 culturas locales.
"Soy optimista, no puedo no serlo. En Ecuador se limitó mucho a las organizaciones de la sociedad civil, no hay ONG ecuatorianas. Aunque nosotros nos consideramos una, pero legalmente estamos constituidos en EE.UU. (...) Hemos demostrado que se pueden hacer cosas interesantes, que la gente ha hecho un compromiso, quizás de los más tangibles: poner recursos de su bolsillo para la conservación. Se puede todavía hacer cosas. Quisiera pedir que el sector privado se involucre más porque si no hay agua nos perjudica a todos, si se nos quema el parque de la esquina de la casa nos perjudica a todos. Somos todos los que dependemos de los recursos naturales. No son costos muy altos, por ejemplo, para salvar 400.000 hectáreas en el sur de Ecuador que proveen agua, necesitas un poco más de US$ 1 millón al año. Es hora de colaborar, no creo que falten las ganas sino el conocimiento". (I)