Tras 16 años en el Gobierno y una sucesión de crisis económicas, políticas y migratorias, la canciller alemana Angela Merkel deja un legado moderado en Alemania, marcado por el esfuerzo de mantener la estabilidad tanto política como económica del país, pero opacado por la falta de reformas y de políticas con visión a futuro que supondrán un desafío para el próximo gobernante e imposibilitaron la elección de un sucesor exitoso en su partido.
La herencia de Merkel está definida por su estilo de gobernar, que ha llevado a acuñar términos como el "merkiavelismo" -la forma de hacer política con vacilación, sin demostraciones innecesarias de fuerza ni conflictos directos, pero que termina alcanzando sus objetivos- o "merkelizar", usado informalmente entre los alemanes como sinónimo de mostrarse pasivo o no tomar partido.
A lo largo de sus años al frente del Gobierno alemán, la canciller se preocupó, ante todo, por mantener al país en equilibrio y se mostró como una gran gestora en tiempos de crisis.
Desde su asunción en 2005, Merkel supo capear la recesión económica de ese año, la crisis financiera de 2008, la del euro en 2010, la de los refugiados en 2015 y la de la pandemia del coronavirus, entre otras.
"La vida sin crisis es más fácil, pero cuando llegan, hay que afrontarlas", dijo la propia Merkel en julio pasado al resumir su modo de actuar.
Si bien es cierto que durante estos años la prosperidad se ha mantenido en Alemania, que volvió a ser la primera potencia económica europea, sus detractores le critican una gestión del país cortoplacista y carente de estrategia y objetivos, al priorizar la tranquilidad por encima de todo.
De hecho, el impulso de reformas se limitó a su primer mandato, cuando promovió una serie de leyes que contribuyeron a lograr un nuevo equilibrio laboral entre hombres y mujeres -a través del subsidio parental, la expansión de la guardería y una renovación de la legislación de divorcio- y un paquete de medidas económicas para mejorar las inversiones y crear mayor empleo, como la rebaja de las cotizaciones al seguro de desempleo o la reducción de la carga impositiva a empresas.
Sin embargo, las sucesivas crisis apagaron el apetito de reformas de la dirigente, quien evitó imponer nuevas cargas a la población. En sus propias palabras, "la política se trata de lo que es posible". Un pragmatismo puro que le permitió adaptar sus políticas a la de sus socios de coalición, que en tres de sus cuatro mandatos fueron los opositores socialdemócratas.
Por ello y pese a pertenecer a la fuerza de derecha Unión Demócrata Cristiana (CDU), Merkel nunca desarrolló un proyecto íntegramente conservador y empujó a su partido hacia al centro, al apoyar la introducción de un salario mínimo, abolir el servicio militar obligatorio, facilitar la aprobación del matrimonio igualitario, decretar el fin de la energía nuclear o impulsar el cupo femenino en las empresas.
Otro ejemplo fue su gestión de la crisis de refugiados de 2015, cuando rompió con su estilo mesurado y abrió las puertas a cientos de miles de solicitantes de asilo sirios e iraquíes con la promesa de protegerlos e integrarlos en la sociedad alemana. "Lo lograremos", clamó entonces, en un inusual tono emotivo.
Muchos alemanes se volcaron para acoger a los migrantes en un momento de comunión entre la líder y su pueblo, pero pronto se vio ensombrecido por el fortalecimiento del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD), alimentado por el racismo y el miedo al islam surgido en parte del electorado conservador.
Presionada por sus socios conservadores de la Unión Social Cristiana (CSU) de Bavaria, Merkel cambió de rumbo e impulsó un acuerdo entre la Unión Europea (UE) y Turquía para frenar el flujo de migrantes, algo que no evitó la llegada dos años más tarde de la fuerza de ultraderecha al Parlamento y supuso el quiebre del tabú vigente desde la caída del Tercer Reich.
La necesidad de reformas y políticas a largo plazo quedó también patente durante la crisis de Covid-19.
Si bien la gestión de Merkel permitió al país desenvolverse mejor que muchos de sus pares europeos, la pandemia destapó el peso de la burocracia alemana y la poca inversión en digitalización de las instituciones, que afectó particularmente a escuelas y hospitales.
A nivel económico, el legado de Merkel tampoco está exento de críticas. Al asumir, la canciller recibió un país con crecimiento débil y cinco millones de desempleados (11,6%) y lo deja creciendo a mejor ritmo y con un desempleo reducido a menos de la mitad (5,6%), en parte también a las reformas y al ajuste implantado por su predecesor Gerhard Schroder.
Durante su mandato, Alemania pasó a ser la primera economía de Europa y la cuarta a nivel mundial gracias a una disciplina presupuestaria rigurosa y al desarrollo del modelo exportador -es la tercera potencia mundial por detrás de China y EEUU- que le permite acumular desde hace años superávit comercial.
Pero pese a estos años de bonanza, Merkel escatimó en invertir en infraestructuras y deja un mercado laboral desigual: hay más empleados pobres, proliferan los trabajos part-time -un 18% del total de trabajadores- y sigue existiendo un fuerte contraste entre el oeste y el este del país -la antigua RDA-, marginado aún del impulso económico alemán.
Un estudio reciente de la Fundación Bertelsmann pidió al Gobierno alemán abolir estos trabajos part-time por los que se cobra un máximo de 450 euros y que, al no cotizar a la Seguridad Social, no dan derecho a prestaciones por desempleo. Según el estudio, 870.000 personas que tenían este tipo de empleo lo perdieron durante la crisis del coronavirus y quedaron completamente desprotegidas
Pero esto no ha desgastado su popularidad, que nunca bajó del 50%. Según un sondeo publicado por la cadena pública ARD, Merkel sigue siendo la política mejor valorada del país con una aprobación del 66%, es decir, 42 puntos porcentuales más que el candidato de su partido, Armin Laschet, y 18 más que el favorito a sucederle, el socialdemócrata Olaf Scholz.
Cerca del final de su mandato, "Madre Angela", como se la conoce en Europa, marcaba un récord con más del 66% de popularidad en agosto. Tal vez su apariencia corriente, su elocuencia medida, su estilo austero y sentido común fueron motivos para el éxito entre su electorado. Pero algo es seguro, los alemanes se acostumbraron a su estilo de Gobierno y muchos aprecian la estabilidad que proporcionó.
Merkel ahora vive en un departamento céntrico en Berlín, hace las compras en un mercado barrial y ama la ópera, pero nació en Hamburgo 67 años atrás, cuando pertenecía a la Alemania Occidental. Al poco tiempo, su familia se mudó a la República Democrática de Alemania (RDA), la parte comunista.
El pueblo de Templin, de unos 17.000 habitantes, vio pasar la infancia y adolescencia de la mayor de tres hermanos, junto a su padre, pastor luterano, y su madre, profesora de inglés.
Lejos de imaginarse que a los 51 años sería canciller de Alemania y permanecería en el poder durante cuatro mandatos ininterrumpidos, en 1973, a los 19 años, comenzó a estudiar Física en Leipzig, la ciudad más grande de los cinco Estados federados del este.
En la Universidad Karl Marx conoció a su primer esposo Ulrich Merkel, con quien estuvo casada desde 1977 a 1981. Angela Dorothea Kasner aún porta su apellido.
Doctora en Fisicoquímica, de apariencia sobria, ojos color azul, cabello siempre por encima de los hombros y 1,65 metros de altura, cambió su rutinario trabajo como investigadora en el Instituto de Química Física en la Academia de las Ciencias, el principal de la RDA, por una oficina del Bundestag (parlamento) en Berlín.
En una biografía autorizada publicada en 2013, Stefan Kornelius escribió que Merkel eligió trabajar como científica porque "carecía de valor para una revuelta abierta" contra el régimen comunista, aunque otros sostenían que eligió astutamente un campo beneficiado por los comunistas. Lo cierto es que antiguos colegas la describieron como tímida, diligente y siempre en busca de los datos más fiables, según recordó recientemente la agencia Europa Press.
La popularidad de la política con orígenes en el este comunista despuntó tras la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, aún cuando entendía lo que implicaba ese 9 de noviembre de 1989, mientras las calles celebraban la reunificación, ella, como cada jueves, estaba con una amiga en el sauna.
Muchas características que hoy la definen como canciller sobrevivieron de esa etapa: su disciplina acérrima -fue la mejor estudiante en el colegio-, su afán por no llamar la atención -una cualidad indispensable en la RDA, según muchos- y una tendencia hacia la planeación, aunque afectara su espontaneidad, según observó el periodista alemán Thomas Sparrow en la revista Gatopardo.
Sin la amenaza ya de la vigilancia del Gobierno comunista, Merkel se afilió a la fuerza conservadora Unión Demócrata Cristiana (CDU) e, impulsada por su líder Helmut Kohl, el "arquitecto de la reunificación", fue elegida en 1990 como miembro del parlamento.
Su perseverancia la llevó a ser ministra federal para las Mujeres y las Juventudes en 1991, ministra del Medio Ambiente en 1994 y secretaria general del partido en 1998. Inflexible y leal a sus valores, un año más tarde envió una nota al diario Frankfurter Allgemeine Zeitung y pidió la desvinculación de Kohl, quien enfrentaba un escándalo por corrupción.
La estrategia siempre fue otra de sus grandes virtudes. En 2002 cedió la candidatura del bloque conservador a su rival Edmund Stoiber, de la Unión Social Cristiana, el aliado bávaro de su partido. La jugada le salió bien: Stoiber perdió en las elecciones legislativas ante el socialdemócrata Gerhard Schroder, quien pidió la disolución del Bundestag en 2005 asediado por los paros, la deuda pública y el desafío de la globalización. Meses después, Merkel se consagraba la primera mujer al frente del Gobierno de Alemania.
Elegida por Forbes como la mujer más poderosa del mundo por diez años consecutivos, logró mantener en privado su vida junto al químico cuántico Joachin Sauer, con quien está casada desde 1998 y tiene dos hijos.
La sencillez y la facilidad para relacionarse con otros mandatarios beneficiaron a Merkel y sepultaron sus expresiones faciales incontrolables, que la hacían parecer un poco nerviosa.
La calidad de inmutable gestora de crisis y liderazgo serio, la ubicaban en el centro de atención cada vez que la región se enfrentaba a un problema, y aunque la pandemia de coronavirus fue una prueba de fuego, fue la crisis de los refugiados en 2005 la que, tal vez, más dividió a Europa. Su decisión de dejar abiertas las fronteras fue aplaudida -aunque solo por una breve ventana de tiempo- y la colocó en las antípodas de Donald Trump.
"Su ascenso fue una especie de ironía de la historia: ¿una mujer de Oriente liderando a Occidente a través de su mayor crisis? Cuando Merkel se convirtió en canciller, una de las principales preguntas era: ¿qué haría una mujer de manera diferente? Y había un aspecto que difería significativamente de sus predecesores: nunca se enorgulleció del poder, nunca se volvió insoportablemente vanidosa", describió el semanario político Der Spiegel.
Pese a su innegable fortaleza y determinación, no fue hasta principios de este mes, en un debate en Dusseldorf, que la canciller se sintió cómoda definiéndose como feminista, lo que supuso uno de sus posicionamientos más claros al respecto tras dejar atrás la ambigüedad que abrazó en los últimos años. "Todas deberíamos serlo", aseguró la veterana dirigente, ya sin dudas.
* Marianela Mayer y Florencia Fazio para Télam.