A los 9 años le habían quitado todo. Tenía el recuerdo de las melodías y ritmos de su padre un músico nacido en Italia que había caído victima de la tuberculosis cinco años antes. La misma enfermedad lo dejó sin su madre. Suele decirse que no se puede innovar por falta de recursos, él se encargaría de demostrar todo lo contrario: partiría de la nada absoluta y cambiaría la historia del género musical que forma la identidad de todo un país.
Por las noches soñaba con su padre, y nadie sabe bien cómo pero había un instrumento conocido como Guzla de origen eslavo que lo inspiraba. Era un instrumento para contar historias. Se imaginó teníendolo y tocándolo. Pero no tenía un centavo. El joven Enrique Santos Discépolo comenzó a pensar que sino se puede comprar se puede construir. Y fue así que con una lata de aceite (o de galletas, la realidad es que nadie sabe bien con qué pero sí que era algún tipo de lata), y alguna especie de tabla alargada similar al diapasón de una guitarra y una cuerda, logró construir una versión propia del instrumento añorado.
No era un violín ni una guitarra. Es decir se trataba de un instrumento que como él, también era compleamente huérfano: no había otro igual en el mundo. A Discepolín le bastó una sola cuerda para crear un verdadero Big Bang creativo que haría del Tango un movimiento que excedería la música. Un universo nuevo surgiría a partir de sus letras, junto con armonías precisas de esas que van directo al hueso y logran penetrar en el nucleo filosófico de lo que es el ser.
El joven que tenía algo que decir comenzó a reunirse junto a un grupo de personas mayores que él pero empeñadas en una actitud crítica ante el modo de vida que imponía la revolución industrial. No eran el grupo literario de Florida, ni el de Boedo, aunque compartirían algunas de sus inquietudes. Se trataba de verdaderos anarquistas, nucleados más desde las artes plásticas y la música que desde la literatura. Su hermano Amando, 13 años mayor que él, y quien se ocupaba de señalarle el camino no se involucró demasiado con el grupo, pero dejó que el delfín navegara por sus aguas.
El grupo se juntaba en la calle Rioja 1861 de Parque Patricios. Era la casa-taller del grabador y agua fuertista Guillermo Facio Hebequer, que se trasladó desde La Boca con toda la parafernalia con la que él y sus amigos, también artistas, trabajaban y dialogaban en constante actividad creativa.
La cofradía estaba formadoa por Quinquela Martín, el hombre que desafió a su mundo “Pintando el Trabajo”, como lo definió el crítico José de España. También estaban los pintores y grabadores Abraham Vigo, Adolfo Bellocq, el músico Juan de Dios Filiberto y el escultor Agustín Riganelli, que llegan desde La Boca unidos bajo la denominación “Escuela de Barracas”, luego “Grupo de los Cinco”.
Si bien es el más joven del grupo (“el gurrumín”, como lo recordará Quinquela), tiene facilidad para el comentario humorístico e irónico, y además leyó tanto como todos ellos (inmerso en librerías mientras volaban las horas en las que debería haber estado en clase), cita de memoria versos de Baudelaire o frases completas de Crimen y Castigo y ya teclea en la máquina de escribir con pericia profesional. Ese grupo de artistas plásticos y el tiempo que comparte con ellos tendrá un impacto fundacional en su formación artística y su mirada sobre los avatares del mundo.
“Cuando él como adolescente se junta con los artistas del pueblo, con los artistas pensadores y revolucionarios anarquistas, hay una manera de expresar y de innovar, que comienza a darse en toda su magnitud”, señala Sebastián Esteverena quien logró recuperar el instrumento que estuvo oculto desde hace más de 70 años tras la muerte de Discépolo, por algunas razones que se verán mas adelante.
En cada uno de los testimonios de quienes formaron parte de la bohemia de la calle Rioja, Enrique aparece con la guzla, que a veces es llamada “violín particular”, a veces “violonchelo”, en ocasiones “instrumento especial”.
Y en la memoria de Quinquela Martín también permanecían las salidas de esa orquesta tan heterodoxa: “Riganelli tocaba el triángulo, Discépolo su instrumento tan especial y Filiberto el armonio, los demás también tocábamos algo y nos íbamos a dar serenatas a los conventillos vecinos”. Inspirado por esa bohemia juvenil, el propio Quinquela años más tarde creará la Orden del Tornillo para "los que tengan la monomanía del bien y la belleza, y para ceñirlo hay que tener por lo menos un poco de Francisco de Asís y un mucho de Quijote”.
Es el escultor Riganelli es el que decide hacer de la Guzla un instrumento que merezca ser visto como una pieza de arte única en su tipo. Fue durante alguna de las extendidas y encendidas reuniones de la calle Rioja, en algún momento insomne e inspirado, que la magia sucedió.
Sebastián Esteverena reconstruye el momento: “El adolescente que ahora prueba ser autor teatral, y Agustín Riganelli, el escultor, planean y construyen una guzla nueva. Es el sello de un pacto de amistad entre artistas. Esta vez no es de lata, sino que utilizan la mitad de una guitarra sin boca a la que le fabrican dos “oídos” de violonchelo. En el extremo del mástil de una sola pieza sobre el que corre la única cuerda, Riganelli agrega además, un toque mágico: talla una cabeza.
Si en el cuerpo de la guzla es evidente el experimento sonoro y lúdico, la talla reconfigura ese sentido y le otorga a todo el instrumento un aura arcaica: es la cabeza de un anciano de pómulos prominentes, calvo, de barba y bigotes largos y lacios; una suerte de campesino o profeta de tierras lejanas. Sus enormes ojos hundidos, dolientes o cerrados, que parecen mirar hacia el interior de sí mismo, y la cavidad de la boca, abierta en un grito o un llamado, por donde pasa la única clavija, producen una impresión instantánea, pues estamos frente a alguien que, sea lo que fuere que diga, viene desde un lugar mítico, inmemorial”.
Probablemente la aparición de la nueva guzla tenga el efecto de una iniciación a través de ese talismán que indica la verdadera pertenencia al grupo, porque desde ese momento “Enrique es parte de la “orquesta” anárquica y anarquista que recorre las calles del arrabal. Ampuloso, alegre, abre el estuche hecho a medida con cartón entelado que imita la piel de cocodrilo y al que un rectángulo de madera tallada identifica con las iniciales E. D (por Enrique Discépolo) En el interior, forrado con pana o terciopelo colorado, viaja la guzla, y sostenido por dos sujetadores, el arco. Enrique extrae la joya de la caja, y la acomoda sobre su muslo para tocar”, señala Esteverena.
El instrumento se puede encontrar en diversos estudios sobre Discepolo. Por ejemplo, Pablo Kohan en El ADN del tango relata: “Su discurso es antiacadémico, libre de formalismos u ortodoxias, con progresiones armónicas inusuales, movimientos melódicos y configuraciones ciertamente caprichosas que son las resultantes de un trato musical libre y creativo a partir de un texto. […] La música de sus tangos, por lo tanto, es tan única como lo son sus textos”. Intuitivo y arriesgado, músico ejercitado en un instrumento inclasificable, crea un estilo igual de inclasificable y definitivamente innovador.
En una reseña el diario La Nación (8 de septiembre de 1933) puede leerse: “Cabe destacar, en tal sentido, un melodioso dúo con acompañamiento de guzla, titulado 'Sueño de amor'; el número de 'El fracblanco' de motivos musicales animados; el dúo del cerdo, el vals 'Fantasía', las canciones de los bomberos y del automovilista… (…) Enrique Discépolo encaró la figura del animador del music-hall con una mesura y expresión francamente plausibles”. Este breve párrafo indica cómo “Enrique, por más que estuviese al frente de verdaderas big bands, que trabajase con músicos de altísima formación o emprendiera producciones de enorme despliegue, nunca dejó la guzla de lado”, resalta Esteverna.
Discepolo murió demasiado joven. En el medio tuvo un hijo Enrique Luis Discépolo en México (cuya madrina fue Tita Merello) que no logró ser reconocido en Argentina pero sí tiene su apellido en su país natal. Lamentablemente falleció hace pocos años pero aún le quedan dos nietas: Julieta y Daniela. En el medio de todos esos sinsabores se encuentra su mujer Tania, a quien Discépolo temía y la que nunca aprobó el reconocimiento de ese hijo mexicano. Sus amigos lo conocían como nadie. “Y sabían que había algo de Discépolo que no debía venderse: Su Guzla. Fue así que lo atesoraron. No querían que Tania la tenga y la venda”, asegura Esteverena.
Tras la muerte de Discépolo, la guzla había llegado a las manos de Alberto Zaraik Navarro "a través de los amigos que la conservaban como una reliquia, y había sido exhibida brevemente en un enigmático Museo del Tango que se abrió en 1958 y apenas funcionó algo mas de un año para luego permanecer con él, secreta y silenciosamente, en su estuche frágil, con su historia intacta”, revela Esteverena.
El hombre murió sin lograr su objetivo. No lo escucharon entonces y el recuerdo de su fabulosa aventura tanguística se desvaneció hasta para los expertos. “Tras un largo duelo y una inundación, la hija de Zaraik Navarro se decidió a ofrecer la guzla, que había preservado consciente de que estaba cargada de sentidos, que de él habían brotado esos tangos tan amados por su padre y que, se decía, poseía cualidades mágicas. Los documentos que aún hoy conserva, así como diversas publicaciones en internet, certifican que se comunicó con particulares, con músicos y con instituciones, sin obtener respuesta. Hasta que yo la fui a ver y me dediqué a recuperar esta historia en toda su dimensión”, se enorgullese Sebastián Esteverna.
Han pasado mas de 70 años y la Guzla, el alma de Discépolo, volvió a latir. Tiene una sola cuerda pero aún yira y yira porque hay mucho por contar.