Estaba celebrando que terminó de construir su casa, cuando los dolores de parto empezaron. La noche había llegado a la comunidad de San Luis de Chibuleo. María Pacha Til salió a buscar un lugar, alejado del alboroto de la fiesta, para recibir a su cuarto hijo. El 18 de septiembre de 1968 nació, en una jaula de conejos, Luis Alfonso Chango Pacha, un hombre que, con el paso de los años, se posicionó como una figura inspiracional dentro de la idiosincrasia indígena. Su visión lo convirtió en empresario y su empuje en un millonario que sueña con inmortalizar su legado.
De acuerdo con su propio relato, la cronología de su vida está marcada por épocas que se unieron para forjar un carácter áspero y fuerte. No es de los que se queda callado o tiene miedo. Su lucha constante por sobrevivir rompió cualquier barrera social o económica. Pertenece a una familia indígena de escasos recursos de la provincia de Tungurahua. Es el cuarto de 15 hermanos. Creció con un azadón en las manos y desde pequeño conoció lo que significan la humillación y la discriminación.
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Su hogar estaba rodeado de montañas y páramos. Las piedras de los senderos hacían que, de vez en cuando, perdiera las uñas de los pies. Andaba descalzo, con una o dos paradas de ropa vieja. "Yo vengo de los pobres más pobres" explica, sentado en su despacho, con las manos entrecruzadas. Su abuelo paterno no tenía tantos terrenos y su papá tampoco. El primero los vendió para organizar algunas fiestas, una decisión que era bien vista en su comunidad y que, años más tarde, se convertiría en el motor de cambio de su nieto.
Luis Alfonso, al igual que otros niños, recogía hojas, amarraba a los animales y era jornalero como sus padres. A los siete años quería ir a la escuela, pero ellos se negaron ante la inminente posibilidad de que sufriera agresión física o discriminación. Gracias a su padre, Manuel Antonio Chango, fue el primer niño de la zona en usar un poncho rojo teñido con flores. En esa época, la costumbre era vestir uno blanco. A pesar de sus limitaciones, siempre velaron por el bienestar de su primer hijo varón, asegura Chango.
Un día pidió prestados un cuaderno y un lápiz a su prima Rosa y se encaminó a la escuela. Al tercer día su padre lo matriculó oficialmente. Sus compañeros eran 'hispanos', un término que usa Luis Alfonso con frecuencia para referirse a los mestizos. La mayoría eran hijos de los patrones, que también eran sus patrones, a pesar de tener casi la misma edad. "Ellos nos pegaban y nosotros no podíamos hablarles ni verles a los ojos, mucho menos pelear con ellos".
Nunca abandonó la escuela, incluso cuando no tenía qué comer y emplearse fue la única opción. Le pagaban cinco sucres por la jornada completa o la mitad, si asistía medio día. Luis Alfonso señala que le gustaba ganar dinero y esto le permitió rodearse de adultos y aprender desde muy joven. "Yo me daba cuenta de lo que tenían mis patrones. Sus casas estaban divididas en sala, comedor, cocina, un cuarto para cada hijo... en cambio, en mi casa, lo único que había eran dos cuartos. En el uno cocinábamos y estaban los cuyes; en el otro, dormíamos en fila. La cama eran unos palos con sacos encima. Nos cubríamos con una cobija remendada".
Según Luis Alfonso, cuando visita las comunidades y mira a un niño trabajando, ganando su dinero, piensa en él. Así fueron sus inicios. "En la hora del recreo, en la escuela, yo salía a la plaza y le ayudaba a un comerciante a entregar sacos de pan en las únicas tres tiendas que existían. Como propina a veces me regalaba un pan o me daba las migajas de los cajones, cogía con los puños y me ponía sobre el poncho, yo me comía como si fuera máchica".
En su mente están intactos los nombres y los apellidos de quienes fueron parte de esta historia, los menciona con gran facilidad. Recuerda los días que visitaba la casa de su tía, a la hora del almuerzo, con cualquier excusa, para comer algo diferente. "Yo le pedía a mi abuelo cebada para tostarla y hacer máchica. Hacíamos un caldo de cebolla y comíamos chapo en la mañana, chapo en el almuerzo y chapo en la merienda. Todos los días, por décadas".

Era veloz como un conejo y ágil para los deportes. Con su padre buscaba en la quebrada del Machángara, en Quito, pelotas viejas, llantas, carros... Los desechos de otros le servían para jugar con sus amigos. Viajaba a la capital porque acompañaba a su progenitor a vender en las calles ajo y paiteña (cebolla). "Yo no creo que ese negocio generó ingresos económicos. Pasábamos por la quebrada juntando kikuyo para amarrar los atados de ajo y muchas veces vi cómo lo arrastraban, las carceleras (vendedoras), para quitarle los productos. Yo me metía y gritaba que no habíamos hecho nada malo. Otras veces nos robaron el dinero. Yo sabía pasar debajo de las mesas leyendo los periódicos. Mi papá era muy pequeño de estatura y yo, casi de su tamaño a los nueve años, iba sentado en sus piernas para no pagar otro pasaje".
A los 11 años, le pidió a su abuelo un pedazo de terreno para sembrar sus propios productos. "Le decía a mi papá que mi parcela es más bonita que la suya. Eran unos 10 metros de ancho por unos 40 metros de largo, donde sembré papa, oca, melloco, cebolla... y cavé un hueco para conejos y cuyes. Lo que producía le daba a mi abuelo para que lo vendiera en Ambato y me trajera una tortilla con dulce". A una edad muy temprana, Luis Alfonso se independizó y entabló unos pequeños negocios. A sus más de 30 patrones les pedía que le pagaran la mitad en sucres y la otra parte en trompos, que luego vendía en la escuela. Relacionarse con gente mayor provocó cuestionamientos que luego se transformaron en sueños y visiones.
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Según este empresario, siempre sintió interés por cómo vivían sus antepasados. Su abuelo le contaba historias y él hacía una proyección de su vida. "Para tener un plan, debes saber quiénes fueron tus bisabuelos, tus abuelos, tus padres, entender qué tenían, qué hicieron y qué no hicieron. Te debes cuestionar, por ejemplo, si tenían tierras por qué no sembraron. Con todas estas preguntas, vas a encontrar respuestas para tu plan de vida, para saber por dónde tienes que ir y qué debes hacer".
A sus 56 años, con un patrimonio familiar que ronda los US $15 millones, parece que estas anécdotas pertenecieran a otra persona. Ahora usa ropa y accesorios de marcas como: Salvatore Ferragamo, Hermes, Longines o Cartier. Uno de sus outfits puede superar, con facilidad, los US$ 1.500. En el subsuelo de su edificio tiene carros que sobrepasan los US$ 100.000. La superación es innegable, creó una marca y un nombre que resuenan en todo el territorio ecuatoriano. Atrás quedaron los días de pobreza, que le dejaron una huella que carga con orgullo...
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