Hace veinte años, Nelson Serrano atravesó la pista del antiguo aeropuerto de Quito a pie, esposado, golpeado, con evidentes signos de tortura que sufrió durante la noche cuando sus secuestradores, que lo mantuvieron encerrado en una de las jaulas para los perros de control de narcotráfico, intentaron arrancarle una confesión anhelada por su contratante, Tommy Ray, el policía estadounidense que organizó y financió esta operación delictiva en Ecuador.
Cuando llegaron a la escalinata del avión, Nelson Serrano advirtió a las azafatas que lo estaban secuestrando. Los policías contratados para el secuestro lo empujaron y él cayó de bruces en las escaleras. Empezó a sangrar de forma abundante por su nariz y la tripulación decidió retrasar el vuelo para investigar lo que sucedía. Allí intervino otra vez Tommy Ray junto al fiscal Paul Wallace (que luego acusaría a Nelson Serrano en el juicio), que habían pasado unos días de asueto en Quito organizado el secuestro y la deportación ilegal del ecuatoriano. Entre ambos convencieron a la tripulación del avión comercial y se llevaron a Serrano sin un solo documento, sin pasaporte, sin orden legal de autoridad competente, sin pudor alguno, a los Estados Unidos.
La tarde anterior, Nelson Serrano había sido secuestrado en un restaurante de la ciudad de Quito por catorce policías ecuatorianos vestidos de civil, contratados para esta operación irregular por Ray y Wallace. Se lo llevaron en varios vehículos sin placas, con vidrios oscuros, hacia algún lugar en el que supuestamente se llevaría a cabo una audiencia de deportación. Por supuesto, la audiencia ya se había efectuado sin su presencia y el acta la firmó un supuesto abogado de oficio que firmó a nombre de Serrano aduciendo que su cliente se acogió al silencio. Nelson jamás vio ni conoció al referido abogado. Luego se lo llevaron al aeropuerto de Quito para ocultarlo en una jaula de perros y evitar así que la familia lo encontrara ese día sábado. Allí lo mantuvieron hasta poder trasladarlo al día siguiente en aquel vuelo comercial.
Desde entonces, Nelson Serrano vive encerrado en una celda de dos por tres metros en completo aislamiento, casi sin ver la luz del día y sin haber visto nunca más un cielo estrellado. Desde entonces, Nelson Serrano ha luchado contra el poderoso aparato de justicia de Florida, poderoso y corrupto, poderoso y oscuro sistema que tiene como sus víctimas preferidas a los latinos y a los negros. Sino pregunten por los casos de Pablo Ibar, Joaquín Martínez o investiguen sobre Charles Greenlee, Walter Irvin, Samuel Shepherd y Ernest Thomas, conocidos como los Cuatro de Groveland", que fueron acusados en 1949 de agredir sexualmente a Norma Padgett en Groveland, Florida, unos 50 km al oeste de Orlando, y se los exculpó setenta años después (¡70 años más tarde!), reconociendo que eran inocentes. Pregunten por ellos o por los miles de afectados por ese sistema judicial, por decenas de acusados y ejecutados injustamente, por más de cuatrocientas personas que, como Nelson, hoy esperan en sus celdas la revisión de los procesos que están plagados de violaciones constitucionales, de violaciones a los derechos humanos, plagados de vicios, tinieblas e infamias.
Veinte años después, Nelson Serrano ha perdido su vida entera. Ha perdido a su esposa María del Carmen, ha perdido amigos, hermanos y parientes, no conoce a sus nietos más pequeños, ha perdido la audición y la vista casi por completo, de modo que la lectura, su acompañante en todo este tiempo, también lo ha abandonado por la fuerza de las circunstancias.
Veinte años después, mientras Nelson Serrano espera su audiencia de resentencia (dilatada de forma injustificada durante cuatro años), mientras sus equipos de abogados preparan la defensa y recopilan las pruebas de su inocencia, las pruebas de la corrupción del sistema judicial que lo tiene en el pabellón de la muerte, mientras se atesoran las evidencias que la fiscalía y la policía ocultó, sus victimarios, Ray y Wallace siguen haciendo carrera en las cortes de Bartow. John Agüero el otro fiscal que lo acusó, falleció hace algunos meses por un infarto. También murió el principal acusador de Nelson Serrano, Phill Dosso, el padre de dos de las víctimas que se llevó a la tumba el secreto (al menos eso debió pensar en el trance de su muerte) de quiénes y por qué aquellos sicarios asesinaron a sus hijos, a su socio y a su yerno el 3 de diciembre de 1997.
Veinte años después, sus secuestradores caminan tranquilos por las calles del país, algunos se han jubilado y otros, cómplices y encubridores, ascienden de forma vertiginosa en sus carreras; sus juzgadores hacen su vida como si nada hubiera sucedido, mientras Nelson sigue esperando el apoyo decidido, frontal de algún gobierno ecuatoriano que crea en su causa, que lo proteja y exija a los Estados Unidos el cumplimiento del informe de fondo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que ordenó a ese país a liberarlo y a repatriarlo al Ecuador.
Nelson Serrano sigue esperando que algún gobierno ecuatoriano tenga el coraje de enfrentar a los Estados Unidos con las pruebas de corrupción judicial y policial que abundan en su caso, y que alguien requiera de inmediato la reanudación de sus procesos, la continuación de esa eterna audiencia de resentencia que no llega nunca porque tienen terror de que Serrano y sus abogados exhiban las pruebas que fueron ocultadas deliberadamente por los fiscales y la policía, porque tienen terror de que aparezcan esos documentos que inculpan a otras personas en el asesinato de las cuatro víctimas de Bartow, porque tienen terror de que se descubra que todo fue una farsa y que, desde el 31 de agosto de 2002, luego de su secuestro, mantienen encerrado a un inocente que se ha convertido en el preso más longevo del corredor de la muerte en los Estados Unidos, un inocente que algún día (aunque pasen veinte años más) descubrirá toda la suciedad que guarda bajo la alfombra el sistema judicial de Florida. (O)