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La maximización de la libertad individual en un extremo del espectro, y la búsqueda de la igualdad material a toda costa en el otro, actúan en detrimento de la gobernabilidad, la estabilidad política y de verdades que las personas sensatas tenemos por objetivas

29 Julio de 2022 15.00

El lenguaje político contemporáneo, particularmente el ecuatoriano, tiende a la santificación del concepto de la democracia, de todo aquello que pueda caracterizarse como democrático. En toda sociedad en donde los dogmas del liberalismo son tratados como verdades reveladas, se piensa que todo aquello que puede ser decidido por una mayoría adquiere una calidad de bien absoluto e incontrovertible. Esta actitud se traduce en la idea de que más participación es siempre mejor.

Puede ser cierto que una buena constitución (entendida en un sentido amplio) debe contener elementos democráticos, pero también es cierto que la misma ha de contener elementos contramayoritarios que buscan limitar los excesos de las masas. Todo esto en el entendido de que las mayorías, por motivos de acción colectiva, por el efecto distorsionador de ciertas tecnologías, y en ocasiones, por su simple irracionalidad, deben verse sujetas a contrapesos justificados en ideas distintas a la de la legitimidad democrática. 

Hasta aquí no se ha señalado nada novedoso, en la medida en que el concepto del gobierno mixto (no sujeto en exclusiva al imperativo democrático) es fundamental en la tradición republicana clásica, que no ha de confundirse con la tradición liberal posrevolucionaria (de 1789 en adelante). El libertarismo (así como sus engendros anarcocapitalistas, objetivistas, etc.) y el socialismo (así como su progenie comercializada hoy día bajo la marca del progresismo), no son si no consecuencias naturales del liberalismo jacobino, desprovistas de elementos metafísicos y tendientes al reduccionismo materialista de la humanidad.

Los argumentos basados en la ausencia de credenciales democráticas de los jueces, la falta de representatividad de parlamentos escogidos mediante sistemas de asignación de escaños que busquen la consolidación de mayorías (aun en detrimento de grupos políticos minoritarios y menor participación), la satanización de la discrecionalidad administrativa (por efecto de un positivismo jurídico intransigente), la falta de legitimidad de precedentes judiciales como fuente de derecho, el repudio del derecho natural, el rechazo de la bicameralidad o el culto a la democracia directa, son árboles que nos impiden ver el bosque. 

Lo que se quiere decir con esto es que la 'participación ciudadana' y la 'democracia' (en sentido estricto) se han convertido en fines. Han perdido su condición de instrumentos o de medios, entre otros, para alcanzar el verdadero fin del derecho y del estado, que es el bien común de la sociedad: aquello que beneficia a la comunidad primero, pero que también beneficia a los individuos. La maximización de la libertad individual en un extremo del espectro, y la búsqueda de la igualdad material a toda costa en el otro, actúan en detrimento de la gobernabilidad, la estabilidad política y de verdades que las personas sensatas tenemos por objetivas. (O)

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