No siempre la veo, aunque sé que a la Muerte le gusta ponerse al costado de mi cama, con gesto perplejo. Yo no le temo. Cuando la veo llegar, por las mañanas, la saludo con toda corrección, porque a ella le gusta eso: la diplomacia, el respeto. La saludo con un leve parpadeo, no necesita exageraciones porque es discreta. Ella me dice:
-¿Cómo va hoy la cosa, Pao?-
Cuando estoy sola, conversamos y nos contamos cosas. Me dice que es la misma de toda la vida, que sus métodos varían pero que al final siempre llega. La veo insegura, como si no supiera qué hacer, pero tarde o temprano, me cuenta, toma su decisión de una manera imprevista y sin ningún tipo de razonamiento. En el amor no cabe la voluntad y la decisión siempre termina siendo emocional. Quizás, visceral.
A veces compartimos algo de comida. “¡Estás muy flaca!”, le susurro. Hay que alimentarle para que no esté tan seria y huesuda. A veces, cuando esto sucede, le siento sonreír y así intento mantenerla contenta. Yo sé que no depende de mi en este momento, pero qué bonito sería poder tener la libertad de consensuar esa decisión. Por eso, cuando se sienta al costado de mi cama a ver cómo parpadeo, conversamos muchas cosas sobre lo frágil que es la vida. Me cuenta que vivir es una cuestión de generosidad, debe ser un gesto sin vergüenza, un camino sin arrepentimientos, una acción imprudente del destino, un baile sin música (y con música también).
Por eso, cuando estamos así, la Muerte me recuerda que su llegada es certera, pero, hasta que eso ocurra, debemos aprovechar el camino que debemos recorrer. Repetir espacios y gente y recuerdos y anécdotas e historias. Hacer nuevos amigos, cambiar de camino si es necesario, abrazar bajo la lluvia, patear piedritas por las calles. Todo eso hice, casi no me faltó nada en esta vida intensa. Hasta bajo estas circunstancias ha sido muy viva, por eso la necesidad de luchar por la libertad.
La Muerte viste de negro, como los árbitros de fútbol de antes, y no se anda con vueltas. La Muerte no es coqueta, es parca y fría. Es certera y no siempre entendemos sus momentos. Es la misma de toda la vida, el chándal negro con la capucha puesta, los ojos descolocados, la tez cadavérica y esas piernas flacas de anoréxica a destiempo, según la describe Hernán Casciari. Algunas noches (cuando estoy de buen humor) me guardo el postre y pido que le den en la boca, para que gane peso. La Muerte nunca me ha pedido nada, pero ya que está aquí, que la han enviado de tan lejos a trabajar, es mejor que tenga alguna amiga. Yo también estoy metida aquí dentro de este cuerpo a disgusto.
Nos llevamos bien desde hace mucho tiempo porque, quien diría, tenemos muchas cosas en común. Por eso, me ha dado la libertad de escoger el momento más adecuado para acompañarle en su camino. Nadie puede quitar al ser humano la noción de libertad y, como dice Julio Cortázar, “separar la noción de libertad de la noción del hombre significa destruirlo”.
Por eso esta lucha, desproporcionada, porque si bien no puedo mover mis manos, si puedo mover estas alas gigantes y volar. Es la única manera que tengo para salir de este cuerpo e intentar hacer algo más antes de tomar cualquier decisión. La dignidad de una vida plena está en poder tomar decisiones libremente, sin afectar a nadie en el camino. Mi camino es tener la posibilidad de una muerte digna, si me da la gana.
Nota del autor: Paola Roldán Espinosa ha emprendido una batalla desde el lado más íntimo y personal. Una batalla valiente que promueve aceptando la realidad que le ha tocado vivir desde su enfermedad. Este relato, que no ha sido conversado con ella y es pura ficción, es un pequeño homenaje a su causa y a su legado, por un lado; y, a la persona valiente y su familia, por otro. Ojalá el Ecuador lo entienda. (O)