Aún estaba obscuro cuando el conductor del carro levantó su mano, se tocó la frente y dijo Radhe Radhe, Hare Krishna. Estas palabras significan la veneración al Dios krishna y su más grande amor Radha, lo que implicaba que acabábamos de entrar a la ciudad sagrada de Vrindavan.
Nuestro viaje a la India había empezado apenas tres horas atrás cuando aterrizamos en Delhi y partimos directo hacia la ciudad donde Krishna vivió su adolescencia. Neblina, cientos de personas durmiendo en las veredas, el sol apareciendo lentamente tras las torres de un templo y la incertidumbre a flor de piel. Miradas profundas a nuestro paso, niños y madres encendiendo pequeñas fogatas a lado de la calle y hombres sentados en cuclillas fueron nuestro comité de recibimiento.
Este viaje había sido largamente esperado. Llevaba años aprendiendo a la distancia sobre este misterioso país y de desarrollar miedos y expectativas sobre el día que llegara a visitarlo. Finalmente, los astros se alinearon y tenía mi primer contacto con este mundo paralelo que tanto había anhelado conocer.
Pocas horas después de nuestra llegada ya recorríamos las estrechas calles de la ciudad en un rickshaw que se desplazaba a gran velocidad entre un mar de personas, vacas, perros, monos, bicicletas y motos. El panorama a cada lado era algo jamás visto a pesar de haber estado antes en países asiáticos. Vendedores de todo lo imaginable. Una impresionante diversidad de colores, olores y actividades se desataba en cada cuadra que recorríamos. Nuestras emociones transitaban entre un poco de aprensión y alucinación. El caos extremo en todas sus posibles expresiones.
En el medio del ataque a los sentidos que provoca el ruido incesante, nos encontramos con nuestro primer objetivo de ese día, que consistía en la visita al templo más importante del mundo del movimiento Hare Krishna. Uno de los muchos sistemas de devoción que existen en la India.
En su interior reinaba de una forma desordenada un cierto estado de paz, contrastada con la aparente anarquía del exterior. Cantos, risas y música se entremezclaban entre las familias que ahí se encontraban. Feligreses coreaban los mantras que un grupo de músicos vestidos de blanco repetían al compás de tambores y varios instrumentos musicales. Hombres y mujeres absolutamente enfocados meditaban en las esquinas y pronto fuimos contagiados por un profundo sentimiento de alegría.
Los siguientes destinos en aquellos días fueron cada uno más asombroso que otro. La visita a un Ashram (lugar de meditación), regentado por un hombre santo, un Sadhú como los llaman allá, fue una experiencia sobrecogedora que nos inundó de amor y compasión. No solo por la energía maravillosa que emana este ser hacia quienes tienen la oportunidad de compartir su espacio y sus enseñanzas, sino por la obra que realiza al dar de comer a 400 personas pobres cada día sin pedir nada a cambio. Algo que descubrimos que se repite en miles de lugares alrededor del país.
En las noches acudimos a los Gahts de la ciudad, una especia de graderíos construidos a las orillas del río Yanuma, considerado Sagrado. Aquí los rituales religiosos se mezclaban con bailes, velas encendidas flotando en el agua, renunciantes en completo transe, ancianos realizando ofrendas o solo mirando en la obscuridad. Nosotros nos sentamos en silencio, en contemplación de lo que ahí sucedía. Recogimiento y misticismo y nuevamente de forma inexplicable, un estremecimiento de sosiego y paz que interactuaba con las duras circunstancias que se presentan en otros ámbitos en la ciudad.
Los prejuicios y los miedos acumulados antes del viaje no habían desaparecido, pero casi enseguida se fue abriendo una nueva percepción. La relacionada con algo recóndito que existía en todo lo que iba aconteciendo a nuestro alrededor.
El arribo a Jaipur nos dio una nueva perspectiva de la India. Aquí hay impresionantes fuertes y palacios, así como una ciudad rosada que deslumbra por su belleza. Joyerías llenas de esmeraldas, zafiros y diamantes compiten una a lado de la otra y un sinfín de textiles, estampados y telas se expanden por todo lado. La prosperidad es notoria para nuestra sorpresa. Por otro lado, la vida nos puso encuentros cercanos con otra faceta; la devoción. La otra riqueza. Por primera vez entramos al templo de Shiva, considerado el Dios destructor y creador, donde pudimos participar en una Puja, un ritual realizado para presentar respeto y adoración a la Deidad.
Para aquel momento, tenía claro que en la India puedes tener distintos viajes, dependiendo de lo que quieras mirar, lo que puedas ver. Podrías quedarte en la abundante basura que rodeaba todo el camino hasta el templo y desear haberte quedado en el hermoso Palacio de los Vientos. O ir más allá. Percibir a la mujer a la entrada observándote al mismo tiempo que la cobra que estaba en sus pies. Pararte descalzo a lado del Brahaman, mientras nuestras mentes se inundaban con sus mantras, al mismo tiempo que bañabamos la representación de las doce reencarnaciones de Shiva con leche, flores, agua y sándalo.
Los templos de la Diosa Kali y el Dios mono Hanuman nos encontraron poco después. Cuando todavía estábamos tratando de descifrar una emoción, nos aparecían veinte nuevas. Un Brahmán tocando nuestras cabezas y atando una cinta de protección en la mano. Peluqueros y barberos en la mitad de la calle. Pancartas gigantes de políticos y sus Gurús siendo felicitados por sus simpatizantes. Bodas a las que asisten miles de personas y a las que los novios llegan en coches tirados por camellos. Una familia real sin poder político. Antiguas princesas que aún existen, expulsadas del sistema familiar por casarse con alguien de diferente casta. Todo está junto y convive. Los dos polos en la mayoría de los aspectos. Y el riesgo de quedarte atrapado en cualquiera de ellos.
La vertiginosa senda que habíamos llevado tuvo su siguiente fase en el sur de la India. Primero en Kanchimpuran, la ciudad de los mil templos. Cada uno más hermoso que el otro, donde pudimos entrar a una boda, recibir una bendición y mirar una ceremonia ancestral sagrada, para luego dirigirnos a la ciudad de Tiruvanamalai, donde llevaríamos a cabo un retiro de meditación por varios días.
El arribo a esta localidad representó un cambio de ritmo en lo externo y en lo interno. Allí no había grandes palacios, hoteles, elefantes, joyerías o comercios importantes. Pero se encuentra la montaña sagrada llamada Arunachala, centro de peregrinación, considerado el corazón de Shiva. Lugar al que se exilió a los 16 años el sabio Ramana Maharshi y permaneció meditando y enseñando luego de su iluminación hasta el fin de sus días en la tierra.
Los instantes de conocer monumentos espectaculares, ajetreos y carreras en rickshaws, fueron quedando atrás y siendo remplazados por una travesía distinta, hacia adentro. Difícil de entender en un comienzo. Aquí nuevamente tuve que aceptar que sucedían miles de recorridos diferentes al mismo tiempo. Tantos como el número de gente presente.
Aquellos días realizamos ascensos casi diarios a la montaña. Un sendero maravilloso entre árboles, meditadores y buscadores de todo lado. Entramos en las distintas cuevas donde el Yogui permaneció por años meditando y donde su energía permanece con tanta potencia que se vuelve abrumadora en momentos y calmante en otros. Quietud y silencio. Más sentir que pensar y está sensación se fue agrandando con el avance del tiempo.
Arunachala por su parte es un sitio trascendental de peregrinaje. Sus dones espirituales y energéticos son arduamente deseados por los seguidores de Shiva y por esta razón en la luna llena llegan cerca de un millón de visitantes para caminar alrededor de esta. Pararse al borde de la carretera y mirar la procesión interminable fue una experiencia conmovedora. Personas de todos los estratos sociales se fundían bajo el canto del mantra Om Nama Shivaya (me inclino ante Shiva) mientras caminaban juntas rodeando la montaña. Miles de almas caminaban, mientras camiones con ollas gigantes repartían comida para los más pobres y pequeños templos se iban armando en las veredas compartidas con gente durmiendo en ellas.
Días intensos vivimos en todo este periplo, con situaciones poderosas que te confrontan. Aprendí que la India es un vendaval de situaciones y sentimientos. Te puede llevar hacia tu centro en momentos, te saca de golpe, te sacude y te desbalancea y si tienes suerte te llevará de nuevo hacia lo recóndito de tu ser.
Mi mayor miedo antes de este viaje era quedarme solo hacia fuera en la crudeza de un cosmos que los occidentales no entendemos. Castas, matrimonios acordados como en siglos pasados que siguen sucediendo. Insalubridad y situaciones extremas de miseria. Y sí, ese lado me golpeó con brutalidad. Muchas imágenes sobre ese aspecto me acompañaran por largo tiempo, por lo que son y representan. Por otro lado, percatarse de esa entrega maravillosa. La confianza y la paz que les genera saber que cada uno está donde le corresponde estar en esta vida, fue un aprendizaje del corazón. Su gente, su cultura, sus tradiciones, las miradas y sus sonrisas me llevaron hacia el fondo de mi alma y también quedaran como una experiencia prodigiosa. Al final fueron diversos viajes en uno y quizá el más importante, el que me permitió conocer un poco más de quien soy yo.
Los últimos días ya queríamos volver a nuestro hogar, pero ya estábamos pensando que teníamos que regresar a este fabuloso lugar. (O)