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perros perales
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“Las emociones que vive un perro son comparables, perfectamente, con las del ser humano: negativas, que relacionamos con el miedo, la tristeza o la ansiedad y positivas como el cariño y la amistad”. David Nieto Macín. Etólogo español.

15 Marzo de 2023 14.25

Hace dos años, es decir, antes de la pandemia ya era un problema gigantesco para Quito, abandonar perros era cosa de todos los días. Se aducía, entre otras razones, que la crisis económica empujaba a las familias a desechar sus mascotas, dejándolas en la vía pública, en parques, en clínicas y consultorios veterinarios pero muy especialmente en los cinturones verdes que rodean a la ciudad. Perros abandonados a lo largo y ancho de la Capital en solitario o formando jaurías, deambulando por calles, parques, mercados y avenidas, diseminando la basura en busca de alimento. Severos cuadros de desnutrición agravan su precaria situación. Convertidos en animales de plaga, focos de transmisión de enfermedades, en muchos casos con serias alteraciones en su comportamiento hasta el grado de la agresión o el ataque a personas y otros animales.

Con la llegada de la pandemia esa desidia en el manejo y tenencia de mascotas creció hasta constituirse en un maltrato animal sin precedentes. Animales de todo tipo –especialmente caninos -  violentamente sacados y separados de sus hogares. Perros grandes, medianos y pequeños puestos en la calle, en los parterres, en terrenos baldíos o en botaderos de basura. Mascotas jóvenes o viejos. Machos y hembras gestantes o con sus cachorros. Perros de raza y mestizos. La indolencia, la irresponsabilidad,  y la desatención no hacen diferencias. Al 2023 la pandemia ya no tiene la gravedad de antes  pero el problema de los perros abandonados no se ha detenido. Cálculos no tan recientes cifran entre 18.000 a 20.000 los caninos dejados cada año en calles y parques quiteños. Estadísticas confiables señalan la existencia de 183 perros vagamundos por cada kilómetro cuadrado llegando a un número que fácilmente sobrepasa a los 800.000 animales en toda la urbe capitalina. 

Un perro abandonado significa un animal agredido, un ser vivo absolutamente indefenso que de pronto se encuentra en un entorno desconocido. Su primera reacción es de miedo y la segunda de ansiedad. Su desconcierto es mayúsculo. Su depresión es manifiesta.  De la misma manera que a un “perro callejero” le cuesta adaptarse a la vida con humanos, a un perro abandonado le resulta muy difícil acostumbrase a la calle.  Está desorientado y hasta que aprenda alimentarse y protegerse tomará tiempo. El sufrimiento por su nueva condición de vida le llevará a extremos de tristeza que inevitablemente redundarán en visibles cambios fisiológicos. La impronta sicológica del abandono no la perderá nunca. 

La bióloga mexicana Arlette López Trujillo, una estudiosa de la fauna urbana a la que la denominó como sinantrópica, reconoce a los animales de compañía (especialmente caninos y felinos) como parte constitutiva de esa fauna que ha sabido adaptarse a las condiciones del cambiante entorno humano. Estos animales nacen, crecen, se reproducen y mueren en el hábitat humano, son totalmente dependientes del hombre y si bien en un principio fueron adoptados como animales utilitarios para desempeñar roles de guardianía, cacería o pastoreo en la actualidad se les reconoce cumpliendo un papel transcendente en el núcleo familiar humano, en los que destacan su integración, lealtad e incondicionalidad. 

El Médico Veterinario Carlos Rodríguez, en el libro Tu perro. Enciclopedia Canina.  Dice: “Los perros llegan a identificarse tanto con su familia humana que muy pocos saben cómo enfrentarse a la vida en soledad. Por ello, es extremadamente cruel la rechazable práctica del abandono. Quien abandona a un perro quizás piense que el animal sabrá adaptarse sin ayuda a un nuevo ambiente, a la soledad, pero no es así. Es como abandonar a un niño pequeño, a un bebé “.

El perro es un animal gregario a igual que su antecesor el lobo,  crece y vive en grupo, caza en grupo y mantiene códigos de comportamiento dentro de la jauría. Al domesticarse, esta conducta gregaria la mantuvo, cambió la manada por la familia humana, se desenvolvió aceptando jerarquías, ocupando el lugar asignado por ella, aprendió a convivir con ella y ella la integró gradualmente a su vida, le convirtió en mascota, en compañero de deportes, juegos y paseos, en celoso guardián y el animal se transformó en incondicional amigo. Su inteligencia y  fidelidad son proverbiales.

En el Ecuador la fauna urbana es gestionada directamente por los municipios con el apoyo de gobiernos parroquiales, pero ante mayúscula dificultad y con tantas aristas como las que enfrentan, sus acciones ayudan pero no son suficientes, esporádicas campañas de esterilización o de adopción aportan soluciones  mínimas o temporales.  Quito y sus valles circundantes también cuentan con refugios y albergues caninos, lugares de acogida, desde hace mucho tiempo saturados y que no se dan abasto - ni económico ni físico - para recibir más abandonos. Es cierto que existen disposiciones legales que penalizan el maltrato y abandono animal pero sus poco difundidos textos no pasan de ser “letra muerta”.

Quedan muy pocas alternativas, entre ellas la educación vinculante hacia temas como el respeto a la vida de otros seres o la irrenunciable responsabilidad al adoptar una mascota.  Cada perro abandonado es una deslealtad consumada y una traición ejecutada. Un problema de conciencia que debería preocuparnos a todos. (O)

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