Han pasado algo más de cuatro años desde aquel viaje que hiciera por primera vez a la prisión de Raiford, Florida, en cuyo corredor de la muerte se encuentra recluido Nelson Serrano Sáenz, el ecuatoriano que lleva más de veinte años intentando demostrar que los crímenes por los que se lo acusó, juzgó y sentenció a cuatro penas de muerte, fueron cometidos por otras personas a las que hoy se tiene plenamente identificadas.
Como si se tratara de un deja vu previamente orquestado por el destino, el clima caluroso que se instaló estos días en el norte de Florida, cambió de pronto por un día frío, lluvioso y desolador muy parecido al que vivimos en enero de 2019 en aquella travesía inicial. Parecería que en la localidad de Raiford donde se encuentra la prisión federal no hay más que frío y lluvia, como si una constante y estática nube negra flotara sobre un lugar que siempre se verá sombrío y siniestro.
Cuando Nelson aparece en la sala de espera nos consuela verlo en su silla de ruedas, algo que era impensable hace unos meses en que lo obligaban a caminar por los extensos pasillos del corredor de la muerte, esposado, sufriendo por los intensos dolores de espalda, cadera y hoy por cálculos renales que padece.
Apenas nos ve se iluminan sus ojos. Lo primero que me dice cuando nos abrazamos es que han pasado cuatro años y tres meses exactos desde la última vez que nos encontramos en esa misma sala de visita. La mente de Nelson sigue ocupándose en los números que marcan la vida diaria, la suya y la de los más cercanos. Su aspecto, a pesar del deterioro de la vista que lo tiene casi ciego, es el de un roble que se niega a caer. La conversación con sus visitantes empieza justamente por lo bien que se lo ve a simple vista, por su aspecto que refleja una fortaleza física y mental envidiables. Entonces nos dice: mis hermanos vivieron más de noventa años, algunos superaron los cien, así que me queda mucho tiempo aún para salir libre. Nos reímos todos no solo por el humor con la que nos habla de sus expectativas de vida, sino porque estamos seguros de que, salvo los achaques propios de la edad y de los imponderables de estar vivo, lo tendremos luchando por su libertad durante mucho tiempo más.
La sala de visitas está llena de familiares y de reclusos del corredor de la muerte. Casi todos son compañeros de pabellón de Nelson. La mayoría de ellos aún tiene en suspenso su ejecución en virtud de los recursos judiciales que están pendientes de despacho. Salvo un hombre ya entrado en la vejez, que se encuentra en la mesa a nuestro lado acompañado de su esposa y que lucha también por su inocencia (lo reconozco por las redes sociales que divulgan su caso), los demás intentan extender el trámite de sus recursos judiciales durante el mayor tiempo posible, pero casi todos, inevitablemente, serán asesinados un día en este Estado que hoy, bajo el gobierno de DeSanctis, ha emprendido una nueva ola de ejecuciones.
El denominador común de los que están allí es que guardan enorme respeto por Nelson, que es el mayor de todos los reos del corredor de la muerte en Estados Unidos, pero que, además, tiene una historia particular que se ha regado entre los habitantes de la prisión durante los últimos años. Nelson dice que uno de los compañeros del corredor, portorriqueño, que es un hombre con un largo historial de crímenes, leyó la novela sobre su caso y se la ha contado a los demás reclusos. Tal vez por eso también me tienen respeto -dice él, esbozando una media sonrisa.
La conversación oscila entre las curiosidades que nos cuenta Nelson sobre la vida en el corredor de la muerte y las preguntas que le hace Janeth Hinostroza como parte de nuevo reportaje que saldrá en las próximas semanas. Por ejemplo, nos habla sobre la moneda de cambio que se usa allí para adquirir objetos muy valiosos como una aguja de coser, imanes, cintas adhesivas o cartones, además por supuesto de la comida que se vende en la tienda interna, que es de mejor calidad que la ración diaria de los reclusos. Todo esto se puede negociar con latas de tabaco de mascar o estampillas de correo, que son las monedas de cambio más apreciadas en la cárcel. Con esos objetos que en el exterior tendrían escaso valor, ellos se las ingenian para hervir agua, calentar sus camas durante la temporada invernal, reparar y colocarse con mayor fijeza sus dentaduras postizas o, simplemente, entretenerse en algo mientras ven pasar la vida encerrados en una celda de dos por tres metros cuadrados.
El tiempo pasa con rapidez mientras comemos juntos y ponemos a Nelson al tanto de los últimos descubrimientos que ha habido en su caso. Ignora buena parte de lo que ha sucedido y, sobre todo, de las pruebas con las que ahora cuenta su defensa para presentarlas durante los recursos que aún tiene pendientes. Le hablamos sobre las declaraciones de Robert Fowler, que señala con detalles que nadie podía conocer, cómo se cometieron los crímenes, quién lo hizo y por orden de quién fueron ejecutadas las cuatro personas aquel 3 de diciembre de 1997 en Bartow. Esa nueva teoría se ajusta mucho a lo que Nelson creyó siempre, que el crimen fue un ajuste de cuentas contra Frank Dosso, que se había involucrado con mafias de narcotraficantes y que los otros tres asesinatos se produjeron por daño colateral, por necesidad de los sicarios de eliminar a todos los testigos presentes en la escena. Al final, otra vez con una dosis de humor irónico, Nelson nos dice: todo está claro, pero igual sigo preso.
La despedida, tal como sucedió cuatro años antes, es conmovedora. Nelson nos abraza y nos deja sus últimas palabras que pueden ser interpretadas de varias maneras: Espero verlos pronto. Lo vemos alejarse caminando con lentitud, apoyado en su silla de ruedas hasta que cruza la puerta que lo conduce a su pabellón.
Estos días, con más intensidad que de costumbre, nuestros pensamientos están acompañándolo todo el tiempo. Su causa, que es la nuestra, tiene ahora un nuevo impulso. Las pruebas con las que cuentan hoy los abogados son más que suficientes para dejarlo en libertad, para permitr que regrese a su país y vea su Cotopaxi otra vez, para que conozca a sus nietos y todo el mundo sepa que un inocente más ha sido liberado por el sistema judicial de los Estados Unidos, unos más entre decenas de personas que han pasado media vida a la espera de ser ejecutados a pesar de que eran claramente inocentes. Ahora, una vez más, todo se encuentra en manos de la justicia de Florida, de los fiscales que lo secuestraron en Ecuador y lo acusaron en Bartow, de los jueces que encubren la corrupción de la policía, del gobierno del Ecuador que está obligado a cumplir sus obligaciones de pagar a los abogados de la defensa y no lo hace…
En fin, su vida, lo que resta de ella (ojalá sean muchos años y llegue a ser centenario como sus hermanos), está en la decisión y en las acciones de otras personas. Desgraciadamente, su destino depende de aquellos que no quieren verlo libre, que no pueden verlo libre porque la libertad de Nelson Serrano implicaría su propia condena. (O)