Estamos próximos a cumplir 50 años de la explotación y exportación a gran escala del primer boom petrolero, iniciado por el régimen militar del General Rodríguez Lara.
Desde entonces, el país ha atravesado por periodos de bonanza, profundas crisis e interminables discusiones para superar la hiper-dependencia petrolera de la cual adolece nuestra economía a todo nivel.
Las múltiples necesidades de atención del país, que requieren la intervención de la política pública, han estado condicionadas por un presupuesto estatal desfinanciado que ensancha su desbalance cuando se desploma el precio internacional del barril.
Entonces, para los actores de la política fiscal empieza una carrera por compensar con mayor recaudación el desfase presupuestario generado por un menor ingreso petrolero y, en consecuencia, una menor capacidad recaudatoria derivada del debilitamiento de la actividad económica.
En términos prácticos, la producción y el consumo se aceleran cuando tenemos altos precios de crudo pero, en una situación inversa, el frenazo económico es demasiado profundo y nos rezaga a buscar desesperadamente recursos entre lo poco o muy poco que deja la mala administración de la bonanza.
Sin embargo, esta visión que sobrepone la necesidad de sostener las finanzas públicas en el corto plazo no ha logrado sincronizarse con la necesidad de transitar hacia un modelo de crecimiento sostenible y transparente basado en la fuerza de la economía no petrolera.
A esto se suma el hecho de que los frágiles equilibrios del sector externo en dolarización dependen de la capacidad de generar divisas y, por lo tanto, condicionan la capacidad de expansión de la producción y el consumo cuando hay menos liquidez en la economía. Nuevamente, el rol estelar del petróleo como fuente de ingresos entra en la ecuación.
Cabe preguntarse entonces si realmente existen alternativas viables para superar la dependencia petrolera que generen mayor impacto en la creación de riqueza y oportunidades en el mediano y largo plazo.
Partimos de un complejo contexto económico que se agravó con los efectos desencadenados por la crisis sanitaria resultante del COVID-19 y que trastocó todas las agendas, puso a prueba la supervivencia empresarial y obligó a 'resetear' las metas sociales y productivas en la sociedad.
Si bien la pandemia desnudó estas y otras grandes debilidades de la economía ecuatoriana, también dejó en evidencia una fortaleza significativa: un sector exportador resiliente que puede sostener las columnas de la dolarización y el empleo en el Ecuador.
Es justamente allí donde se encuentra la verdadera riqueza que necesitamos generar en el país. Ese amplio espectro de capacidades productivas e intelectuales donde no estamos capitalizando oportunidades para llevarlas tan lejos como el talento de los ecuatorianos pueda llegar en las fronteras.
Esto significa replantearnos la fórmula de crecimiento del país bajo un nuevo derrotero que no comprometa los recursos de las generaciones que heredarán las decisiones de este momento y que, por el contrario, construya un camino cierto que asegure oportunidades no excluyentes y en crecimiento sostenido para todos.
Ese motor dinamizador está en la mentalidad de internacionalización que necesitamos imprimir a nuestra cultura de negocios desde la fase más incipiente.
Si logramos que cada nuevo emprendimiento o empresa crezca con la idea de llegar a tocar una percha en cualquiera de los grandes centros de consumo mundial en Norteamérica, Europa o Asia, podemos llegar a tener las mejores ideas de productos y servicios innovadores -hechos en Ecuador- recorriendo todo el mundo.
Evidencia de que aquello es la huella que han dejado los 10 primeros productos de la canasta no petrolera del país al haberse posicionado en los primeros lugares del ranking mundial de exportación.
Sin embargo, dado que en economía no existen milagros, sino resultados de procesos que se asumen con determinación y metas concretas, el país debe volcar sus esfuerzos para recomponer toda su estructura productiva y hacer una apuesta importante por la competitividad en el corto plazo y retomar el camino de la productividad en el mediano y largo plazo.
La ventaja es que aún estamos a tiempo para construir una alternativa macroeconómica sostenible basada en el impulso de la producción exportable y la creación de nuevas industrias pensadas para aprovechar la apertura y liderar el crecimiento, mientras la sostenibilidad fiscal y del sector externo van sanando.
La meta es clara: si queremos cambiar la fuente de ingresos y empleos del Ecuador, debemos duplicar las exportaciones no petroleras en la economía que hoy alcanzan apenas 15 de cada 100 dólares generados en el país. Esto representaría una inyección de recursos de aproximadamente 15.000 millones de dólares con impactos en atracción de inversión extranjera, mayor volumen de crédito y consumo, así como mayor recaudación sostenible por efecto de mayor actividad económica, no por incremento de tributos.
Apostar por las actividades no petroleras exportadoras para generar un 'boom económico' es posible, necesario y urgente. Hay consenso, es cuestión de decisión. (O)