El abogado tiene una forma particular de pensar, de razonar, de entender la sociedad y de solucionar los conflictos, por eso el profesional que se destaca adquiere una sensibilidad especial para resolver problemas sociales. Uno de ellos es Eduardo Carmigniani. Así como para ser médico es necesario una vocación particular que raya en el apostolado, para ser abogado también. Por eso no todos pueden serlo.
No todas las personas pueden ser escritores, salvo ellos. No todos pueden ser Picasso, solo él. No veo que Carmigniani pueda hacer otra cosa que abogado, tampoco lo veo en otro lugar que no sea un juzgado, una oficina con libros, un arbitraje, una dependencia pública ni pagando coimas. En todos los casos, defendiendo con vehemencia a sus clientes. Y eso es justamente lo que deberíamos hacer todos los que nos dedicamos a esta noble profesión.
Con Eduardo hemos discrepado, como con cualquier persona, también hemos coincidido, pero siempre con altura y respeto. Sin embargo, las discusiones con personas inteligentes y que tienen el oficio metido en la cabeza poseen un componente adicional: siempre hay algo nuevo que aprender. El diálogo, el debate, ayuda para descubrir nuevos puntos de vista, matices muchas veces insospechados, aspectos del problema que de otro modo hubieran quedado en la penumbra, cuyo intercambio entre las partes contribuye decisivamente a afinar el razonamiento, a profundizar en el análisis de las implicaciones del problema y, por supuesto, a orientar la solución en un sentido determinado. Un buen abogado hace buenos jueces. Un buen operador contribuye a la sociedad.
La verdadera función del abogado es suplir las carencias técnicas del cliente que no conoce sobre la aplicación de la ley ni con exactitud sus derechos, de aquí que tengan que acudir (los ciudadanos) a un profesional experto de la misma manera que acuden a un plomero para que arregle las tuberías, ni más ni menos. El abogado y el plomero son las manos del cliente que les hace un encargo y el Derecho es una herramienta que los juristas utilizan en su esfuerzo por aproximarse a la justicia
Por eso, nadie puede ser juzgado por ejercer su profesión.
Así, resulta escandaloso que se quiera criminalizar el hecho de ser abogado y que se quiera estigmatizar cobrar honorarios. También resulta completamente reprochable que se persiga a cualquier persona solo por revanchismo. Eso es justamente lo que abogados como Eduardo combaten.
Para evitar estas idioteces, las Naciones Unidas, a través de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos ha expedido los Principios Básicos sobre la Función de los Abogados, formulados para ayudar a los Estados Miembros en su tarea de promover y garantizar la función adecuada de los abogados. Estos principios, que han sido ratificados por el Ecuador, establecen, entre otras cosas, garantías para el ejercicio de la profesión. De manera puntual, los números 16 y 18 son especialmente claros: 16. Los gobiernos garantizarán que los abogados a) puedan desempeñar todas sus funciones profesionales sin intimidaciones, obstáculos, acosos o interferencias indebidas; b) puedan viajar y comunicarse libremente con sus clientes tanto dentro de su país como en el exterior; y c) no sufran ni estén expuestos a persecuciones o sanciones administrativas, económicas o de otra índole a raíz de cualquier medida que hayan adoptado de conformidad con las obligaciones, reglas y normas éticas que se reconocen a su profesión..
Pero, sobre todo, sobre todo el número 18 es categórico al reconocer que [L]os abogados no serán identificados con sus clientes ni con las causas de sus clientes como consecuencia del desempeño de sus funciones. Perseguir a los abogados por defender a clientes, es una forma de criminalizar la profesión.
Los abogados son operadores de la justicia encargados de velar siempre con las armas del entendimiento, la razón, la lealtad y la justicia por los intereses de su cliente en todo momento. Y para eso utilizará todas las armas legales que estén a su alcance, empezando por la ley. Pero perseguir solo por ser abogado de una compañía, es una barbaridad sin nombre. (O)