- “Mauri, a propósito, es muy probable que viaje a Nepal en noviembre”
La frase pronunciada por mi amigo Ramón retumbó en mi mente por unos instantes, y un temblor emocional sacudió mi interior y destapó un cofre de sueños y esperanzas guardados por años, como una foto que cae de un álbum al limpiar el estudio y que al verla te regresa al pasado y te hace rememorar y revivir una historia vivida.
A mis 23 años soñaba visitar el Tibet, entrar y conocer un templo budista, caminar entre los gigantes del Himalaya, conocer esa cultura. De repente ese sueño cayó justo frente a mi, como desafiándome a verlo de nuevo, como si me mirase a los ojos y me juzgara por haberlo abandonado.
Me considero una persona que no gusta de estar en zonas de confort, amo moverme, reinventarme, ser aventurero y guerrero, de desafiarme constantemente, de competir conmigo mismo. Este año, como nunca, aprendí a asimilar y saborear el concepto japonés del Ichigo Ichie, que invita a vivir intensamente cada día, con todos tus sentidos activados, de concentrarse en el aquí, en el hoy y en el ahora. El presente es justamente un sinónimo de regalo, y la vida lo es si celebramos el estar vivos. Si vives intensamente cada día, te darás cuenta de que puede ser único e irrepetible, similar, pero a la vez siempre diferente a un ayer o un mañana.
Mi esposa me sacó del trance. Me conoce bien y percibió el remolino emocional que vivía por dentro. Me miró y preguntó: - “¿Vas a viajar a Nepal, no?”
La sola pregunta hizo que los recuerdos y emociones de pronto se materializaran y tomaran forma tangible. Solo atiné a decir: - “No he dicho nada” y ella, esta vez no preguntó, sino que afirmó: - “Sí, te vas a ir a Nepal, te conozco”.
Tres semanas después, aterricé en Katmandú, Nepal, un destino ansiado pero olvidado por más de 3 décadas, para encontrarme con mi amigo Ramón. El plan era visitar Katmandú y sus hermosos templos y los 9 patrimonios culturales de la humanidad que su ciudad orgullosamente había obtenido reconocimiento de la Unesco. Luego de ello, iniciamos el trekking de 94 Km al campamento base del monte SAGARMATHA, conocido en el mundo occidental como el Everest.
Junto con Sarita, nuestra guía Nepali, quedamos absolutamente maravillados al visitar el valle de Kathmandu, embriagados de la belleza de su arquitectura y admirando el extraordinario arte del tallado de la madera, la piedra y el oro en sus casas, puertas y ventanas. Debimos haber visitado más de 100 monumentos históricos y templos budistas e hinduistas.
Al día siguiente volamos hacia Lukla, cuyo aeropuerto de apenas 500 metros de longitud y pista inclinada es considerado uno de los 10 aeropuertos más peligrosos y difíciles del mundo. Nuestros guías nos presentaron a los sherpas que nos acompañarían. Había escuchado historias de ellos, pero durante la travesía constaté por mí mismo que eran hormigas humanas, capaces de poner en sus espaldas el equivalente a su propio peso mientras caminan a un ritmo vertiginoso.
Caminamos por cinco días consecutivos, bendecidos con el cielo azul y las noches estrelladas; acompañados de los gigantes de los Himalayas adornando el paisaje con sus enormes mantos de nieves eternas cuyos picos superan los 7 miles y algunos estaban en el club de los famosos “14 ochomiles”.
Los japoneses utilizan la palabra “Yugen” cuando la experiencia no puede ser explicada con palabras. Eso fue lo que me sucedió: Yugen. En toda mi vida, nunca había visto un paisaje tan hermoso, difícilmente explicable en palabras, pues no solo era de una belleza extraordinaria, sino que me llevaba a una introspección espiritual conmigo mismo, a una misteriosa conexión y comunión con el planeta. Me embriagué de la naturaleza, mis sentidos se agudizaron y logré escuchar hasta los latidos de mi corazón.
Salimos absolutamente de todas las zonas de confort posibles, desde el frío, la comida, la dormida, los baños, hasta la altitud. Cada día de caminata nos llevaba al límite pues se hacía más extenuante a medida que ascendíamos hacia el Campo Base del Everest. Finalmente, el quinto y último día del Trekking subimos al Kala Patthar, a una altitud de 5670 mts., que servía de mirador para ver de frente a la montaña más alta del mundo.
Luego de 94 km de caminata, la escalada fue extenuante, pero mi espíritu, mente y cuerpo eran energía pura. Me senté y lloré, sin saber, sin entender. Me dejé llevar por sentimientos y pensamientos. Mi sueño se había cumplido, las excusas quedaban atrás, cada paso que había dado me llevó a esa cumbre, cada sacrificio había valido la pena, me sentí orgulloso de mí mismo y privilegiado de estar en ese altar blanco llamado el techo del mundo.
Celebré la vida, miré al cielo y agradecí de estar, y sobre todo, por sentirme tan vivo. Llené de aire los pulmones y abrí mis ojos para ver una vez más, el imponente SAGARMATHA en todo su esplendor. ¡Ichigo Ichie! (O)