La fotografía lo dice todo, Virgilio Saquicela, el flamante presidente de la Asamblea Nacional, posesionándose del despacho presidencial de esa función del Estado en compañía de correístas, socialcristianos y los miembros de las alas disidentes de Pachakutik e Izquierda Democrática, que lo ayudaron a llegar a esa posición.
Esos mismos legisladores, minutos antes, habían destituido del mismo cargo a Guadalupe Llori con 81 votos a favor, pese a la existencia de medidas cautelares ordenadas por un juez de Quito que había dispuesto que la presidencia y el pleno de la Asamblea Nacional debían abstenerse de conocer, tratar y resolver el informe emitido por la comisión pluripartidista el 25 de mayo que recomendaba la destitución de Guadalupe Llori por supuesto incumplimiento de funciones.
En definitiva, las medidas cautelares fueron como papel mojado para esta mayoría parlamentaria. ¿Las excusas? Primero, el Art. 128 de la Constitución que establece la inmunidad (¿impunidad?) parlamentaria, que determina que las y los asambleístas no serán civil ni penalmente responsables por las opiniones que emitan, ni por las decisiones o actos que realicen en el ejercicio de sus funciones, dentro y fuera de la Asamblea Nacional. Segundo, la decisión de la Corte Constitucional que determina que no cabe su destitución por incumplimiento de medidas cautelares, como es en este caso.
Sin embargo, lo que debe quedar claro es que la inmunidad no le quita ilegalidad a la decisión, que sienta un funesto precedente porque abre la puerta a que esta mayoría de asambleístas, o cualquier otra, incumpla o viole, amparada en las mencionadas normas legales, cualquier procedimiento determinado en la Constitución o en la Ley a fin de conseguir sus objetivos políticos o particulares sin ninguna consecuencia.
La inmunidad parlamentaria es una institución que lo que pretende es facilitar a los legisladores una de sus labores fundamentales: la de fiscalizar y perseguir la corrupción sin trabas ni tapujos, no la de utilizarla como escudo para hacer cualquier cosa que se les ocurra en aras de lograr sus objetivos políticos.
¿Quién nos puede asegurar ahora que, escudados en las mismas consideraciones, no violen los procedimientos previamente establecidos y, qué se yo, cambien el orden de los juicios políticos, destituyan a funcionarios públicos y se tomen los organismos de control sin ningún impedimento, que, además, es justamente lo que pretenden? Con este acto han desnaturalizado completamente esa institución.
En su libro “Cómo mueren las democracias” el politólogo Steven Levitsky y el historiador Daniel Ziblatt señalan que una de las causas de la muerte de las democracias se da cuando los políticos dejan de tener contención institucional, definida como el evitar realizar acciones que, si bien respetan la ley escrita, vulneran a todas luces su espíritu. Es cuando la democracia, de acuerdo a los politólogos Linz y Stepan, deja de ser “el único juego posible” (the only game in town), y los actores políticos buscan salidas no alineadas con ella para lograr sus objetivos, causando su desconsolidación.
En este caso en particular, nos puede gustar o no, hay unas medidas cautelares, y el procedimiento legal que debía seguirse es pedir la revocatoria de las mismas, conforme la Constitución y la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional. De esta forma se habría respetado el debido proceso y un tribunal superior habría sido el que dijera quien tenía la razón. Pero no, como les urgía tomarse la presidencia para allanar el camino a su agenda política de desestabilización y cooptación de los poderes del Estado, decidieron tomar por el tramposo camino de irrespetar la decisión de un juez escudados en su inmunidad parlamentaria, lo que golpea gravemente la institucionalidad democrática, convirtiendo al juego político en tierra de nadie. (O)