No me gusta la violencia, pero reconozco que me desestresa ver un par de locos rompiéndose la jeta en el octágono, es uno de mis placeres culposos, tan grave como escuchar a veces alguna de Maná. Repito, no saco pecho, más bien me increpo internamente cuando me pesco preparando unas botanas -y entonando Corazón espinado- para acompañar, de vez en cuando, una veladita de UFC. Por supuesto que la vergüenza se me va apenas empiezan las peleas preliminares, que, curiosamente, son mucho mejores mientras más rápido cae alguno a la lona.
Puedo decir con absoluta seguridad, y aquí sí con el pecho henchido, que en toda mi vida nunca jamás resolví nada por la vía del 'knockout', ni de ida ni de vuelta, aunque sí hago uno que otro 'mea culpa' por haber emitido improperios de enojo, claro está, sabiéndome fuera de alcance del puño o pata del receptor de mi ira verbal. Y que también, como el 99,9% de las personas, no dejé de hacer el mandatorio ridículo a la salida del cine simulando la pelea con Apollo Creed, mientras tarareaba Eye of Tiger, o creyéndome, frente al espejo, Tyler Durden en plena acción, mientras recitaba las ocho reglas del Club de la pelea.
Siempre me gustaron los deportes, tenía habilidad, con unos más que con otros. Un tiempo me dediqué al tenis. Aprendí viendo jugar a tenistas amateurs -algunos muy, muy amateurs- durante las vacaciones escolares, cuando me ganaba unas monedas pasando bolas. Creo que pude haber desarrollado una profesión, pero, por un lado, no tenía dónde entrenar y, por otro, en mi hogar, de costumbres conservadoras, el mensaje era contundente: de tenista te vas a comer la camisa. Luego del tenis, me gustó el fútbol y... la movía. Lamentablemente, mi contextura física, a lo flaco Kaviedes, no me ayudó a desarrollar la suficiente confianza, contrario a él, lo que me hizo fracasar en tres pruebas en divisiones inferiores de equipos profesionales. El mensaje familiar era el mismo: de futbolista te vas a morir de hambre. Igual me desquité en las ligas barriales, donde eran frecuentes las batallas campales, de las cuales me alejaba para observar, desde fuera de la cancha, a verdaderos Conor McGregor versión criolla.
Y pasaron los años, y hoy, al abrir las páginas de la primera edición de la revista Forbes Ecuador, repaso el famoso ranking de los deportistas que más han ganado durante los últimos 12 meses. Solo los diez primeros de la lista suman en conjunto ganancias por US$ 1.050 millones. El primero de la lista, sí, el mismo a quien hemos tomado como referencia hasta el momento: Connor McGregor, con un acumulado de US$ 180 millones. Lo siguen Lionel Messi, Cristiano Ronaldo, Dak Prescott, LeBron James, Neymar, Roger Federer, Lewis Hamilton, Tom Brady y Kevin Durant.
Al ver tal cantidad de dinero embolsado me puse a pensar en qué haría yo si fuera Conor McGregor. Y lo primero que se me vino a la mente es lo que a todos los que no somos Conor McGregor se nos viene a la mente: por fin dejaría de trabajar. Es que está ahí, es automático, está en nuestro ADN. Y no nos culpo, porque, la verdad, US$ 180 millones solo lo veríamos en 37.500 años, si ganáramos el Salario Básico Unificado, y eso solo si, como dirían los economistas, Ceteris Paribus (todo lo demás constante, es decir, descontando que alimentación, vivienda, salud, educación etc., estuvieran cubiertos por la mano invisible de Adam Smith). Asumiendo que viviéramos unos 100 años, esa cifra la podríamos ver en nuestra reencarnación No. 375.
Visto así, parece que repartir trompones, patadas o llaves no viene siendo una mala idea de negocio. Entrenar intensas y largas jornadas de todo tipo de ejercicios aeróbicos y anaeróbicos, practicar la mayor cantidad de artes marciales mixtas, dedicar incontables horas a fortalecer la actitud mental, dejar el pan, las gaseosas, la pizza, la fritada, el tigrillo, las papitas fritas sin marca... Hmmmmm, ya valió carpeta. En esta no fue, Será desde la próxima vida cuando empiece a cumplir las 375 vidas justas y necesarias para acumular la fortuna de Conor McGregor. Porque me vale, vale, vale, me vale todo. (O)