Tengo una relación que, en estos tiempos podría llamarse tóxica, con los números. No puedo decir que me gustan, pero tampoco que los detesto. Los necesito más que ellos a mí. He convivido con estos toda mi vida. Desde que mi mamá me enseñó, incluso antes de estar en pleno uso de mis pueriles facultades lectivas, cómo sumar, restar, multiplicar y dividir para ir a la tienda. Pasando por la escuela, colegio y la San Marino criolla (nuevamente referencia a Betty la fea; millennials: abstenerse), en donde recibí instrucción de lo más variopinta en el ámbito de las matemáticas. Hasta ahora que, de vez en cuando, leo algunos indicadores económicos que me niegan o confirman mi estado de salud física, emocional, financiera, de los parecidos a mí, de los diferentes, de los mixtos, del país y del mundo.
En la Prehistoria, cuando yo cursaba, y ocasionalmente pernoctaba, en las aulas colegiales y cuando estaba muy de moda el dicho, socialmente aceptado y hasta aplaudido desde los propios hogares de la víctimas: La letra (números, gráficos, planos cartesianos) con sangre entra, presencié horrorizado cómo un profesor de álgebra lanzaba la voluminosa biblia de Baldor contra la humanidad de un compañero, cuyo único pecado había sido no comprender cómo se determinaba el mínimo común múltiplo en una operación de factoreo. Rápidamente increpé al profesor y le hice comprender su mal comportamiento. No, no ocurrió así, pero debió. El problema era que yo era del equipo del lesionado compañero.
De todas maneras, aprendí, juro que aprendí, a sacar el mínimo común múltiplo. Y también juro que no me sirvió para nada. Ni eso, ni la raíz cuadrada, ni las derivadas, ni las integrales, ni despejar la x, la y o la z, ni los números primos, ni los números binarios (bueno, quizás esto ayudó a entender algo de los cambios generacionales), ni el arsenal matemático que, muy seguramente, miles de profesionales recitan diariamente como mantras. Para mí fue como comprar algo por puro gusto momentáneo y después de dos puestas enterrarlo en el baúl para venta de garaje o para donar. La calculadora resuelve entuertos de mayor complejidad, como los que involucran dos cifras de tres dígitos en adelante, yo solo me bato, a punta de esfero, con los más amigables, y eso para mantener a mis neuronas en nivel Pilates Mat Básico.
Pese a todo, existen ciertas puntuales operaciones que han sido como mi neceser a la hora de analizar ciertos escenarios. Una de ellos, la regla de tres, la simple, ¡la simple! Y la otra, la fórmula para conocer la tasa de crecimiento de un indicador: Valor final menos valor inicial, el resultado restar uno y, el total, multiplicarlo por 100. ¡Ópera para mis oídos! De esta manera, podemos conocer cuánto ha crecido o decrecido determinado evento, en términos de porcentaje.
Aunque, con el porcentaje, surge un nuevo conflicto existencial, que me ha perseguido por los últimos años: siento que debo descubrir al hipócrita %. Siento que debo ayudar a que, poco a poco, cada vez más gente rompa las cadenas del dominio de este manipulador indicador. Pruebas existen y por montones, pero una de las que más tengo a la vista para desenmascararlo es cuando se pone el porcentaje para hacer creer a la audiencia, al público, a la humanidad, que se es un peso pesado nivel Wall Street, nivel Shamu, nivel K2, sin ser más que un pato más al agua. Fake it till you make it, parece ser el lema de este farsante.
Aquí va una evidencia, basada en hechos reales:
- Es espectacular, ¡en este año crecimos 100 %!
- OK. ¿Cuánto en dólares?
- El doble. Es histórico.
- Sí, pero cuánto en dólares.
- Es irrelevante. Estamos sacándola del estadio y somos un caso de súper éxito.
- De acuerdo, pero, crecer 100 % puede darse de crecer de 1 a 2 o crecer de 1 millón a dos millones. ¿Cuánto creció en dólares para saber su peso?
- …
Otro práctica habitual del impostor % se la da en los cada vez más populares y difundidos informes sobre algún tema en particular, en el que se promocionan tendencias, categorías, subidas, bajadas, repuntes, rebotes, plagadas de porcentajes, muchas veces sin conocerse la muestra sobre la que se trabajó. El 60 % de esto, el 40% de lo otro, el 55% de allá, el 48% de acá. Nunca se sabe de cuánta gente estamos hablando. Y aunque en términos estadísticos se sepa que una muestra significativa de 1.000 pelagatos determina lo que todos pensamos, queremos, sentimos o algo, cosa que menos me cierra, no deja de parecerme el doble de sospechoso este uso del tristemente célebre % como herramienta para manipular la percepción que se tiene sobre determinado aspecto.
En todo caso, dejo planteada mi incomodidad e inconformidad sobre este conflicto existencial que me tiene en vela una que otra noche y me retiro nomás por la sombrita, porque sé que seguramente el 65,3 % del 100% de los lectores (por cierto, ¿cómo se interpreta el 0,3 %?, ¿ojos boca y nariz, para ver y respirar?) tendrá argumentos que invaliden mi reflexión. Ya sé, aquí me puse exquisito. No obstante, creo totalmente que hacia adentro, el 100 % sonríe pícaramente, porque alguna vez utilizó el % para ser y parecer más canchero, más bacán, más exitoso, más inteligente, más fit. Quien esté libre de pecado, que lance el primer porcentaje. (O)