Habré visto, al igual que el resto de la humanidad, unas cuantas docenas y decenas de veces cada uno de los primeros cuatro capítulos de la cuasi infinita saga de Rocky Balboa. No tengo el ojo de Woody Allen para calificar con pulgar arriba o abajo si es cinematográficamente digna de tanta compulsión, pero sí puedo reconocer que es súper emocionante, porque en otroras tiempos, como en los aterrizajes de los aviones, los sollozantes espectadores no parábamos de aplaudir por las épicas batallas del “semental italiano”, tal y como sucedía una vez que el avión tocaba tierra y frenaba.
Rocky no solo te llenaba de Red Bull emocional, si tu intención era caerte a piñas con quien fuera, para llegar a ser el campeón mundial -o barrial- de lo que sea, sino que, sobre todo, te dejaba reflexiones de vida, frases de motivación y un ramillete de canciones que te ayudaban a levantar el ánimo, claro, si lográbamos quitar de nuestra memoria el ineludible “Adriaaaaaaan”.
Coincidiremos en que el capítulo IV es hasta donde realmente vale la pena ver. De hecho, el IV fue muy intenso. Primero por el sorpresivo deceso de Apollo Creed; segundo, por ver a cientos de rusos vitoreando de pie a Rocky después de haberle dado un buen soplamocos en calidad de visitante, a su compatriota Iván Drago; y, tercero, por el espectacular sound track, que, por supuesto, salí raudo a conseguirlo en versión LP (nuevamente, millennials: googleen) y que hasta lo llegué a poner como alarma para despertarme, sin mayor éxito, pero lo puse.
Y bueno, hace unos días volví a ver la película, pero esta vez ya no en la pantalla. Sino en carne y hueso.
Todo empezó con un árbol de aguacate que ha sobrevivido turbulencias de todo tipo y se ha convertido en un árbol enorme. Tanto, que ya no nos alcanza el largo palo que utilizamos para bajar los que ya están a punto guacamole, por lo que debemos esperar a que los que están más cercanos a la copa -la mayoría- caigan por sí solos. El segundo protagonista es un increíblemente adorable perrito rescatado poco antes de iniciar la pandemia, en un avanzado estado de desnutrición. También sobrevivió. Decimos que es 25 % labrador y 75 % ladrador. Son 30 kilos de simpatía movilizándose en cuatro patas que parecen de canguro.
Corría el 14 de marzo de 2022. Una mañana soleada, por fin, en Quito. Caminábamos por el jardín, cuando vimos que algo cayó del árbol. El citado protagonista perruno corrió, como suele hacerlo, a traernos el aguacate. Pero la fruta empezó a correr. Fue cuando alcanzamos a ver que se trataba de un gorrioncito miniatura. Con ágiles maniobras, logramos salvarlo y, después de varios intentos, pude tomarlo en la mano y ponerlo en una jaula, mientras sus papás volaban desesperados alrededor nuestro.
Al parecer, el pichoncito era un verdadero intrépido y se había lanzado sin miedo a volar, con tal infortunio que sus alas todavía no estaban listas. Sin saber qué hacer, colocamos la jaula abierta en el árbol y el pichón logró salir y subir por las ramas a reencontrarse con sus papás. Estaba muy asustado, pero igual trepó decidido hasta su nido en el penthouse aguacatero. Nos sentimos aliviados.
Al siguiente día, en horas de la mañana, la escena se repitió. El pichón había vuelto a lanzarse. Repetimos las acciones y nuevamente volvió al nido.
Pero en horas de la noche, todo cambió. El perrito de patas de canguro estaba muy alterado tratando de alcanzar algo en un rincón diferente. Pensamos que era un ratón y eso dio un giro a la historia, por mi fobia a los roedores. De pronto, escuchamos unos gritos. eran del pichoncito. No hay palabras para expresar el dolor que sentimos. Al parecer, fue pisado por ciertas largas patas blancas. Me acerqué a levantar su frágil cuerpito, aleteaba, ¡aún estaba vivo! Lo tomé en mis manos y lo acuné por largo rato transmitiéndole calor. Él estaba quieto, pero movía su cabecita viéndolo todo, mirándome dulcemente y con la confianza de que lo cuidaría; él, no me tenía miedo. Lo puse en mi estómago y se acurrucó. Armamos un nido y luego de varios minutos lo colocamos allí. Fue una noche muy larga. Le pusimos una playlist con sonidos de gorriones para que se sintiera en familia. Cerramos su improvisada cuna y yo solo cruzaba los dedos por volver a verlo despierto.
El 16 de marzo de 2022 nunca lo voy a olvidar.
Apenas amaneció, corrimos a ver si estaba vivo. ¡Y sí! Seguía vivaracho, con los ojos llenos de luz. Me arreglé lo más rápido que pude y me fui a la clínica veterinaria. Podían atenderlo, pero al siguiente día. Creo que no comprendieron que era una emergencia. Pasé de veterinaria en veterinaria y nadie tenía las herramientas para atenderlo. Yo no iba a cejar en la búsqueda de una boya de salvación. Justo en ese instante en la radio (Alfa, 09:00, por si quisieran comprobarlo) sonaba la canción “I Will Survive”. Y el pequeño, que hasta ahí no había trinado ni una sola vez, empezó a silbar. Las lágrimas solo se me iban. Fuimos juntos, él cantando y yo con el corazón derretido, todo el camino hasta que llegamos a una veterinaria que podía atenderlo. Solo podía pensar en una palabra: valentía.
Lo pusieron en una cámara de aire, me miró a los ojos y volvió a trinar. Después de tres horas me llamaron a dar su diagnóstico. El golpe recibido le había roto la columna. Sus posibilidades de sobrevivencia eran nulas. Lo más recomendable y compasivo era ponerlo a dormir.
Su nombre era Rocky, así lo llamamos en el corto tiempo en que lo conocimos y se nos metió al corazón. Peleó hasta el final. Silbó hasta el final. A él no le importó lo duro del golpe, resistió y siguió cantando. No es muy diferente de lo que sucede a cada momento en la vida, en los proyectos, en los sueños, en los emprendimientos, en las experiencias. Lo que aprendí de Rocky es eso, que a pesar de lo mal que puede estar todo por dentro, la canción del corazón no se apaga. Ah, y que lanzarse del árbol, si tienes ese gran impulso, es lo que debes hacer y nunca arrepentirte. Los luchadores luchan, como decía su tocayo italiano.
Quise escribir estas palabras para él, para ese alegre pichoncito con ojos de tigre. (O)