Hay épocas en que la pluma de la balanza se mueve a favor de mis más caros anhelos. Y caros, porque es literalmente caro subir de peso con una contextura como la mía, que tiende a pequeña. Por eso la fluctuación no es muy grande y en veces nomás ando con la ropa henchida y la pancita hinchada. Como en aquellos felices años dorados en que, para mi propio asombro, aparezco en una foto familiar vintage como un niño regordete, sentado a la mesa del comedor, evidentemente con sonrisa de hornado, disfrutando -de lo que parece- una media palanqueta y café con leche. Desde ahí, al menos en el archivo de mis recuerdos, todo ha sido un continuo mantenerse en forma, 'en forma de fideo', diría mi madrecita, en amoroso bullying.
Y no solo ella. Como no podía ser de otra forma, esta esbeltez, siempre vino aparejada de ingeniosas críticas. A nivel familiar y quizás de algunos vecinos (porque el cariño sin bullying, no es cariño, al menos en las generaciones pre millennials), fui el centro de atención y preocupación porque, decían, que mi papá, quien en cambio tenía una contextura más bien del tipo fornido, tirando a panzón, era quien me quitaba toda la comida. Y así, la más variada gama de tomaduras de pelo siempre fueron parte de mi vida, en cualquier espacio donde pisaba. En mi defensa, decía que yo no estaba flaco, sino fit. Pero, nada. No hubo nunca poder humano que atenuara ese momentum de gozo para quienes disfrutaban de sacar toda su artillería de chistes sobre flacos.
En cierta ocasión, mientras hacía ecológico uso en transporte público, un joven rockero, que para decir la verdad no creo que estaba del todo sobrio, insistió por varios minutos en que le diera un autógrafo, porque estaba convencido de que se encontraba frente al mismísimo Charly García. Brincos diera, me decía yo, mientras tarareaba 'No voy en tren'. Episodios así fueron comunes a lo largo de mi vida, así que a la larga terminé curtiéndome con bastante garbo. En todo caso, tampoco dejó de ser un recurrente propósito de Año Nuevo el subir de peso. Y, por supuesto, me inscribía y pagaba costosas membresías en los gimnasios y me llegué a enlistar en dietas a domicilio, con lo que, como indica un informe de Forbes, engrosaba el 92 % de habitantes del planeta que, al llegar al 31 diciembre del siguiente año, no había cumplido sus propósitos.
Por eso, este 2023, decidí relajarme y, más bien, poner atención en la observación de algo: cada inicio de año, al igual que existe una horda que llega a los gimnasios a querer cumplir sus metas de reducción o aumento de medidas, hay otra, igual de draconiana, que se enfoca en el ahorro. Ambas, curiosamente, solo mantienen el enfoque hasta el 6 de enero, día en que la rosca de reyes, una tradición cada vez más acogida, rompe con los nobles propósitos y desbarata todas las guías, tutoriales, instructivos y decálogos que prometen llevarlos hasta el siguiente fin de año atiborrados de recursos económicos y de atributos físicos, listos para engordar como pavos y disfrutar de las mieles de ese esfuerzo.
Así que desde mi nueva postura de espectador -especialmente en torno al tema del ahorro- del abanico de coachs, gurús, influencers, rock stars, rock busters, me propuse en estos días convertirme, solo para efectos de esta columna, en una especie de Khaby Lame y desmitificar algunas de las recomendaciones más comunes de ahorro que pululan por la red, claro está, desde una irónica visión:
- Fijarse una meta real y a corto plazo (un año). Ni siquiera el primer mes completo de gimnasio he logrado terminar y ¿se espera que mantenga una meta de ahorro por 12 meses? Y si encima, les cuento, mi cumpleaños justo se celebra en el primer mes del año, el fracaso está garantizado ipso facto.
- Llevar una lista de gastos. Si no fuera por la mega eficiente asistente administrativa que nos acompaña, faltaría a todas las reuniones de trabajo. La última vez que recuerdo que hice una lista, fue una de propósitos, hace un par de años, que, obviamente, no sé dónde la puse y, por ende, nunca cumplí.
- Poner freno a los gastos 'hormiga'. Quien o quienes recomiendan este punto, ni de lejos se sintonizan con la realidad sensorial que nos acecha e ignoran todas las tentaciones que a diario hay que enfrentar. Y menos aún conocen el célebre refrán: Mejor pedir perdón, que pedir permiso.
- No comprar impulsivamente ni todos los días. ¡Pero si soy quiteño! Y quiteño que se respeta lleva como mantra: 'Chulla vidafffff'.
- Comparar precios. Con lo que me gusta ir de compras (sarcasmo, para posibles lectores Sheldons Cooper). Sin embargo, cuando voy porque toca, avanzo a ritmo de babosa y generalmente elijo los productos por cómo se ven. Ni imaginarme qué pasaría si, además, tuviera que comparar precios; antes llegaría el 2024.
- No acumular diferidos en la tarjeta de crédito ni pagar los mínimos. Pero si uno de los mayores placeres de un contumaz consumidor es diferir todo a 24 meses. Eso brinda una sensación de 'emperador-amiento', que aumenta cuando al final de mes se paga el mínimo del estado de cuenta ¡porque puedo!
- Cancelar las suscripciones que no se ocupen. Imposible. ¿Amazon Prime, Netflix, o Disney Plus? ¡Todos! ¿Spotify, Apple Music o Deezer? ¡Todos! Primero muerto antes que sencillo.
- Llenar un chanchito. Eficaz manera de ahorrar, pero primer blanco en cuanto un gustito echa luces en el horizonte. Solo hace falta un mínimo pretexto para acribillar a martillazos al cepo de cerámica. (O)