Académicos, gente común, dirigentes y políticos de izquierda y de derecha apuestan, sin mayor análisis y con la fe del carbonero, a que la democracia, la tolerancia, la libertad y la legalidad, serían valores sociales, referentes efectivos en torno a los cuales viviría la sociedad, marcas y límites que modularían la conducta de las personas y la vida de las instituciones Una especie de dogmas sobre los cuales no sería necesario pensar. Pero, ¿es así?
I.- La democracia.- El uso y abuso de la palabra democracia la ha vaciado de contenido y, en los tiempos que corren, es un recipiente en el que caben las más diversas tesis y las más paradójicas realidades. Las dictaduras comunistas se llamaban democracias populares. Se dice que Cuba, desde hace más de medio siglo, y gracias a la buena prensa de que aún goza la dictadura, es un régimen democrático. El general Franco no dudó en calificar a la España franquista como democracia orgánica. El gobierno de Nicaragua de estos días se precia de ser demócrata. Por supuesto, Venezuela se inscribe en tan prestigioso adjetivo político, como lo hicieron las más pintorescas versiones del caudillismo y del populismo latinoamericano, y como lo hacen algunos intelectuales fascinados por el poder y nostálgicos de los viejos tiempos.
Las preguntas, en semejantes circunstancias, son ¿la democracia es un valor social?, ¿le importa, de verdad, a la gente vivir bajo el régimen de Derecho, tener auténticos representantes que le gobiernen y que legislen por los ciudadanos? ¿Le importa a la mayoría que el gobierno tenga límites? ¿Prevalece la idea de la mano fuerte?
II.- La tolerancia.- Más allá de los buenos consejos, de los sermones y de los discursos, más allá de las sonrisas en que son tan pródigos los personajes de la política local e internacional, ¿es verdad que estas son sociedades tolerantes? ¿El otro existe para nosotros o es, apenas, un obstáculo o herramienta útil cuando conviene? ¿La diversidad ha calado en la sociedad al punto que la democracia sea un sistema de tolerancias? Creo que en la vida cotidiana, salvo las excepciones de rigor, impera la intolerancia, cuando no el desprecio, el gesto fruncido, el desplante que se potencia cuando cualquier personaje, por mínimo que sea, adquiere un poco de poder. Olímpicos desde arriba, gruñones desde abajo, me temo que hemos desterrado la cortesía, que es la mejor expresión de tolerancia, porque la cortesía obliga.
La revolución como concepto político, las religiones como fe y como instituciones, el poder, las elecciones, casi todos los discursos, se alimentan de intolerancia. Los antivalores sociales predominantes son: el otro no tiene razón, nunca la tuvo; yo soy dueño de la verdad y tengo derecho a imponerla, y, por cierto, las minorías no existen. A nadie se le ocurre que la política, desde el gobierno o desde la oposición, deba ser un diálogo marcado por el afán de encontrar una fórmula compartida de llegar al bien común. Cada cual tiene su verdad y cada cual milita por su dogma.
III.- La libertad.- Se dice, y es tesis de la historia, de la sociología y de la política, que nuestros países nacieron a la libertad cuando el Imperio español fue derrotado. Adoptamos los conceptos de libertad política y de laicismo de la Revolución Francesa, y escribimos esa palabra en los frontispicios y en las constituciones. El máximo exponente de la independencia sudamericana es El Libertador. En Ecuador hubo una revolución liberal, que más que liberal fue anticlerical. Pero, al mismo tiempo, las condenas al liberalismo no cesan. Ser liberal, desde hace tiempo, y con más acento en estos tiempos, es políticamente incorrecto.
Así, pues, ¿creemos en la libertad? ¿Nos gusta ser libres y asumir los riesgos de la libertad? ¿Entendemos que la libertad conlleva responsabilidad? ¿Por qué la empresa privada, o libre empresa, suscita tantos recelos y alimenta tantos prejuicios?
Me temo que predomina una visión utilitaria de la libertad, y que, cuando es preciso, sin reparo alguno, nos metemos bajo la sombra de cualquier dictadura, y que no es cuestión trascendental el crecimiento del Estado intervencionista ¿Las constituciones ecuatorianas han sido, de verdad, liberales?
IV.- La legalidad.- Me pregunto si el ecuatoriano tiene vocación por la legalidad, y me pregunto si le importa la ley; si es asunto moral cumplirla. En el país abundan las normas de toda clase, prosperan las reformas y los nuevos códigos, pero el principal problema es la ineficacia de la Ley, la distancia entre la norma y la sociedad, entre los valores sociales y las realidades jurídicas ¿Entendemos y asumimos la función de la Ley? ¿Somos legalistas o somos pragmáticos? El Ecuador muda de constitución o la reforma cada vez que hay un cambio de régimen, se modifican las reglas en función de los intereses, y no hay evidencia alguna de lo que algunos países tienen una tradición de legalidad. Probablemente esa sea la razón por la cual los asambleístas de Montecristi no tuvieron reparo ni dificultad para suprimir el Estado de Derecho como concepto y como sustento del ordenamiento, y en atribuirle al Estado la titularidad de los derechos de las personas, como señala el artículo 1 de la Constitución de 2008, hecho que a nadie la importa. Probablemente, nunca hemos sido Estado de Derecho, y tampoco seremos, en los hechos y en las vivencias, Estado constitucional, asunto demasiado complejo de entender y más difícil de vivir.
Propongo, pues, que las universidades ecuatorianas inicien una cátedra de sinceramiento de los valores sociales y de reflexión sobre nuestra tradicional mojigatería. Sería un intento por llegar a reconocernos, a mirarnos en el espejo y a concluir cuán demócratas, tolerantes, libres y legalistas somos. (O)