No cabe duda que Los Tres Mosqueteros es una de las obras más dinámicas y sofisticadas de la literatura. Una trama compleja, entretenida, llena de acción y movimiento, de una narrativa fantástica, combinada con intriga y drama. Pasajes inolvidables como el encuentro con el joven D'Artagnan o aquella cabalgata entre Inglaterra y Francia bajo la luna por aquel collar que era regio regalo, quedan en la memoria de cualquier lector.
Dumas (en este caso, el padre) nos inspiró con su saga y más allá. Aquel cuarteto representaba en los jóvenes lectores mucho más que simples aventureros. A diferencia de El Conde de Montecristo (que se reencarnaría varios siglos después en La Reina del Sur), un personaje que transformó la traición en energía inimaginable para convertirla en una venganza metódica y despiadada, los Mosqueteros son un equipo; en términos del management moderno, Athos, Porthos y Aramis, y su joven sidekick, D'Artagnan son jugadores de equipo, solidarios y leales, defensores, estrategas, compasivos, y al mismo tiempo tolerantes. Dumas hizo de los Mosqueteros inspiración, sueño y ejemplo de muchos jóvenes.
Y su influencia, la de Dumas, ha sido muy amplia y variada. No se queda en la Francia luisiana, sino que se extiende a nuestro siglo XXI. Si, ese mismo, este siglo pandémico, inundado de redes sociales e información volátil y efímera, en el que el leguaje es destruido -o mejor olvidado- por diversos frentes. Language under siege!
Es aquí donde encuentro valioso -y siempre muy entretenido- el ejercicio literario de Arturo Perez-Reverte: El Capitán Alatriste o las Aventuras de Alatriste, una colección de siete episodios (con guiño y reverencia a Galdós) compilados recientemente en Todo Alatriste. Diego Alatriste es un mercenario, no como los modernos, es uno de aquellos mercenarios honestos, es un espada a sueldo, de aquellos que alquilaban sus servicios por unos duros; solitario, mataperros, madrileño, amigo de don Francisco de Quevedo, aficionado a la poesía, mas analfabeto, valiente, sereno, discreto, sufridor, el antónimo de chulesco, herido en mil batallas, de cuerpo remendado, pero elegante, en porte y actitud, y galán claro está, es decir, un puto español de aquellos escasos hoy y antes, un caballero sin montura, sin escudo de armas, regido por códigos no escritos que obligan, en una nobleza sin blasón, más potente y honrosa.
Dumas y Pérez-Reverte se conectan de muchas maneras. Reverte lo trae a varias obras expresa o tácitamente. El Club Dumas es una de sus novelas más visibles de esta conexión literaria. Hay artículos fantásticos sobre ellos, como Cuatro Héroes Cansados (https://www.zendalibros.com/cuatro-heroes-cansados/ ), y en El maestro de esgrima nos inunda de acción dumasiana. Sin embargo, no es hasta Alatriste que esa conexión se hace visible de manera más profunda, pero además, por la capacidad de Reverte de iberizar a D'Artagnan, de hacerlo un madrileño, de ubicarlo en una España imperial de los felipes, y sus decadencias, de aquella y de aquellos, de mostrar las falencias, y al mismo tiempo, las bondades y las genialidades de esos tiempos.
Para los que seguimos a Pérez-Reverte, y disfrutamos de sus novelas, columnas, o de obras como Una Historia de España, mordaz reseña, bajo su visión, de una España ibérica milenaria, u otras como Sidi, o simplemente sus tuits, podremos interpretar, que Pérez-Reverte quiso, y lo logró con sobradas luces, construir un mosquetero ibérico, un D'Artagnan español y madrileño (o quizá una suma de todos ellos), un ser menos perfecto, pero más mundial, más navegante como su creador, un mercenario que fue a Nápoles y a tierras flamencas (y pienso que estaría por allí en La Rendición de Breda de Velázquez), y que siempre, como los Mosqueteros, fue amigo leal y justo, uno que cobró por su espada por subsistencia (mediando causa justa lo haría sin pago) y para pasar un mendrugo por el cogote remojado en vino aguado al final del día en una pobre pensión del barrio de Las Letras del Madrid quevediano, del Madrid que olvidó a Cervantes hasta la indigencia, del Madrid puñalero, del Madrid de aquella España que perdía el horizonte infinito de Carlos V.
Y este es el otro mérito de Pérez-Reverte: el lenguaje. El idioma. Nuestro español. Pérez-Reverte nos deleita con el entorno de Alatriste, y en particular, con su amigo, Quevedo. Simplemente brillante. Un espada pago camina por Madrid de la mano de Quevedo, reviviendo la lengua antigua, de la que don Arturo es un conocedor (basta ver su discurso de admisión a la RAE), refrescando poemas, citas, e incluso escaramuzas literarias con Góngora, su adversario en las letras, o Lopito de Vega.
Y es que Reverte nos recuerda y nos engancha con la lengua más que con la acción, el drama o la intriga, y es en esta faceta, precisamente para este siglo XXI, y en este estado del lenguaje, que Alatriste se convierte en algo más que los Mosqueteros: es un ejercicio del lenguaje, es un ejercicio por una España que quiere, y tiene aún, héroes de las letras.
¡Gracias Reverte!, “no queda sino batirnos”.
Sobre el Caribe, mayo de 2023. (O)