Hace pocos días, mientras pedaleaba como una posesa sobre una bicicleta estática, la instructora de turno —una pelirroja tan exultante como incansable— salió con una de esas reflexiones mágicas, de manual de autoayuda, para que uno no se deje ganar por el agotamiento. Dijo algo así como: "Lo importante es continuar, no importa si esta vez no pueden hacer la rutina, esperan un momento y vuelven a intentar. Esto es como con los GPS, que te guían en la autopista y si no tomas la salida indicada, no importa, el aparato recalcula y te muestra una nueva forma de llegar. No hay manera de equivocarse". OK, cero pánico, sigo pedaleando.
La frase suena bien; hasta me entusiasma. Yo sé lo que es gritar con terror desesperado por haber perdido la salida correcta en una autopista de siete carriles, sin tener idea de dónde queda ninguno de los puntos cardinales o dónde se está parada, y de repente tomar la siguiente salida y llegar sana y salva. Buena analogía para la vida, pienso por un instante. A la final uno siempre termina llegando… Pero no pasan ni cinco segundos, freno en seco y meto retro (figurativamente; porque sigo pedaleando). En la vida real —a diferencia de en la mayoría de autopistas—, una salida mal tomada sí puede hacer una gran diferencia. Y a veces ese recálculo toma demasiado tiempo o de plano es imposible.
Como cuando uno se va de largo, sin regresar a ver una sola de las decenas de salidas a disposición, en esa relación que duró, digamos, tres años de más. Kilómetros de kilómetros (o tres años) de sollozos discretos —en el mejor de los casos— o de terror desesperado, que bien se hubieran podido evitar si uno tomaba la salida 1A: es decir, al siguiente día de haberse conocido.
También pasa que a veces uno se desvía demasiado pronto. ¿Qué tal si en lugar de haber optado por la primera rampa que ofrecía un trabajo bien pagado, uno se hubiera aguantado el tramo largo que quedaba por recorrer hasta llegar al último curso o al final de la tesis? Hay quienes logran volver a la autopista (que a veces es el equivalente a un infierno de siete carriles, con traficazo y granizada) y como sea llegan. Otros, menos diestros en el arte de recalcular, no vuelven a encontrar ese camino pavimentado de títulos y diplomas que conduce a la tierra de los escalafones salariales. Es como si el dispositivo donde tienen el GPS se hubiera dañado súbitamente y nunca más se volviera a prender.
Eso a escala individual; poniendo el lente sobre vidas mínimas que no le importan a nadie. Viéndolo así parece que no es tan grave. En su versión colectiva, la dimensión verdadera de esta filosofía de gimnasio y zapatos de goma —parafraseando a Charly García—, que predica que a la final todo va estar bien porque llegaremos a donde tengamos que llegar y que no hay manera de equivocarse porque hay algún ser omnisciente (un GPS, un dios o un dirigente político) que nos guía, se revela aplastante, perversa e inútil. Cuando la decisión de uno, o unos pocos, de tomar la salida equivocada se lleva por delante millones de vidas mínimas —que, efectivamente, no le importan a nadie.
Así, Ronald Reagan, por ejemplo, decidió salirse de la amplísima autopista del estado de bienestar, cuyos cimientos fueron levantados por el 'New Deal' de Franklin Delano Roosevelt, a inicios de los años 30. Y esa salida pésimamente tomada resultó, entre otras cosas, en un recorte brutal de presupuesto a los servicios de salud mental. Decisión que, 40 años después, mantiene a 332 millones de estadounidenses recalculando cómo hacer y qué hacer con decenas de miles de personas con problemas gravísimos de salud mental y adicción, que deambulan por la calle sin tener a dónde ir ni acceso a tratamiento.
Si se trata de ver la viga en el ojo propio, los casos sobran y muchos de ellos son de responsabilidad compartida. Les pongo uno de hace 25 años que nos tiene recalculando hasta ahora. ¿Se acuerdan de esa salida desesperada —convertida en desbarrancadero— que tomamos en 1997 cuando derrocamos a Bucaram? Bueno, entre nosotros y los de la camioneta decidimos tomar la salida que nos llevó directo a un ciclo de inestabilidad del que hasta ahora no sabemos bien cómo salir, por más que recalculamos y recalculamos.
Entonces me parece que nos haría tanto bien dejar de creer en filosofías de gimnasio (o cualquier otra forma del pensamiento mágico), y que más que esperar que un GPS, un dios o un político nos digan por dónde salir, pongamos de una maldita vez atención a la ruta, cojamos con fuerza el volante y obedezcamos todas las reglas de tránsito para ver si así llegamos a algún lado. Y mientras me (les) digo todo esto, sigo pedaleando, sudando, recalculando... (O)