La graduación de un hijo es todo un proceso que implica amor, paciencia y un redescubrimiento de la vida. Mi hijo mayor, de 17 años, acaba de incorporarse como bachiller el pasado fin de semana y las sensaciones son tan variadas como intensas.
Empecemos por la parte emocional. Saber que un hijo cumple una meta es motivo de orgullo y felicidad; verlo recibir su diploma de graduado, celebrar con los amigos, abrazarse con los profesores y lanzar por los cielos el birrete son rituales que arrancan sonrisas y lágrimas. Las memorias se reactivan, la nostalgia se hace fuerte y el tiempo se deja sentir implacable.
Suena a cliché, pero hay que decirlo. Los meses y los años parecen haberse acelerado, el hijo al que llevaba de la mano y al que le contaba chistes absurdos solo para verlo reír ya es un adolescente hecho y derecho, un hombre con ideas propias, con un discurso y con una visión de la vida que difiere de la de un padre, pero que es suya por completo y que defiende a su manera.
Hemos conversado bastante estas últimas semanas. Me interesa saber lo que pasa por su mente, sus metas, sus temores y su manera de entender esta etapa de su vida. Recuerdo mi graduación, eran otros tiempos, quizás más simples, pero igual de inquietantes.
Un recién graduado, por lo general, se siente en la cresta de la ola. Las ganas de comerse el mundo son fuertes, las amistades están allí siempre, los más afortunados tienen a sus padres como escudos protectores. También están los que no la pasan tan bien, por diferentes motivos, pero aún así estoy seguro de que un graduado está en una suerte de transición con incertidumbres y con dudas. Las emociones son altas, algo atemorizantes.
Ahora hablemos del futuro de un graduado. En el país se incorporan cerca de 300.000 bachilleres cada año y eso significa un reto para el país, más aún en la actual coyuntura del Ecuador, con una tasa de desempleo de 4,1 % en el primer trimestre del año, con la ola de inseguridad y las exigencias propias de la vida en un país en constante zozobra.
Hay que decirlo: las oportunidades son pocas y desiguales. Los nuevos bachilleres, los más conscientes, saben esto. Amigos de mi hijo ya decidieron empezar a trabajar lo más pronto para ahorrar y poder pagar, en un futuro, una carrera universitaria. También hay los que estudiarán enseguida y los más afortunados (contados) podrán estudiar fuera del país, al menos por un tiempo.
Dice un reel que circula en redes: “la vida es dura, usen casco”. Esta reflexión aplica bastante bien para que los recién graduados entiendan que hay golpes y sacrificios, caídas y heridas. Si bien la vida no es un reel las nuevas generaciones, los flamantes bachilleres, tienen que entender que hay altos y bajos. Ustedes son el presente y deben asumir su rol.
Finalmente hablemos de los miedos que pueden tener las y los adolescentes que están terminando una etapa y se alistan a empezar otra. El miedo a separarse de los amigos, a dejar el hogar; el temor a no dar la talla en la universidad o en ese primer empleo; la preocupación por saltar a un mundo polarizado y muchas veces caótico. Todos estos miedos son normales y naturales, los hemos sentido todos y lo peor que pueden hacer es dejarse ganar por ellos.
Tener miedo no está mal, así que sigan adelante. La vida puede ser hermosa un día y dolorosa después, pero hay que vivirla a plenitud, en la medida de las posibilidades de cada uno. Aprendan de los emprendedores que se equivocan y aún así insisten en sus ideas. Que nada detenga a los recién graduados. Sueñen siempre y cumplan esos sueños. (O)