Desde las ciudades, al país olvidado se lo mira como paisaje. A veces, se lo ve como espacio de pobreza, episodio folclórico o curiosidad turística. Esas visiones están, con frecuencia, contaminadas por el temor al volcán o a la inundación, por el fastidio de la lluvia que invade, moja y salpica. Pero, también es el borroso recuerdo de algún paseo, o una ocasional excursión a lo distinto, incluso es la memoria de lo incómodo; talvez, la evocación que llega desde el campesino que vende choclos en la esquina.
Con frecuencia, el intelectual, el analista, el político, entienden ese país olvidado desde la soberbia implícita en la cultura urbana, o condicionados por el reflejo del espejo ideológico que distorsiona y miente. Lo miran diluido entre la complejidad de las cifras del mundo de la macroeconomía, e incluso a partir de la deformación que provoca el veneno del interés electoral, o la incomodidad de saber que el campo está, irremediablemente, allí, donde termina la avenida y el asfalto, entre los matorrales, las pobrezas, los soles y los silencios.
Cuando alguna tragedia desplaza momentáneamente el enfoque del noticiero, y se distrae del espectáculo político y la propaganda, el campo se mete en nuestras casas. Nos llega, entonces, el escenario de otro mundo que, con su grito de auxilio y la desolación, nos recuerda, nos acusa y señala.
Pero el país olvidado es un tema complejo, bello, difícil, dolorido, esperanzado. A veces, es feo para quienes se resisten a renunciar a la comodidad que alimentan el internet, el celular y el supermercado. El mundo rural auténtico vive bajo el alero del rancho, o al abrigo de una choza, entre la ventisca del páramo o el calor de los bajíos; renace en cada madrugada de ordeño, fructifica en las cosechas, y se refugia siempre en la memoria de los viejos.
En ese país, es raro el pavimento. No es espacio para la velocidad ni la arrogancia. Allí aún hay chaquiñanes, y hay distancias entre la escuela y la casa que se hacen a pie. No hay empleo, hay trabajo sobre la materia prima de la tierra. No hay sueldo, hay esperanza de la cosecha, hay ilusiones. Hay esfuerzo que nunca cesa, y hay terquedad que vence al frío. Hay un mugido que abriga, un ladrido distante. Hay una mirada que adivina cómo será el día, si habrá helada o aguacero; si el crepúsculo que colorea el cielo anuncia el verano; si la niebla que emponcha los cerros amenaza tormenta. Es la vida vinculada, cada hora y cada día, a la fecundidad o a la aridez del suelo. Es la vida que late entre las paredes que son las montañas o los árboles. Es la muerte que anuncia el río crecido. Y es siempre, y pese a todo, la afirmación constante de la vida.
En el campo, el paisaje no es adorno. No es solo estética. El paisaje es la casa, el sitio de trabajo y el referente esencial. Además de nombre y geografía, es el hogar de muchas familias. Es el camino por el que van las canoas, o la dificultad que atraviesa el puente. Es la ilusión y el riesgo al mismo tiempo.
Ese país está, y ha estado siempre allí, en torno a la ciudad. Su gente lo habita, lo trabaja o lo abandona, lo camina o lo olvida, y de algún modo, pese a todas las renuncias, lo lleva en su corazón. Ese país no es solo episodio noticioso, es una geografía llena de ilusiones, de angustias, plantas, barrancos, páramos y valles, y de selvas que sobreviven. Su gente ejercita la cultura de la tierra y espera solamente de lo que dará la cementera o la plantación, espera del trabajo, de la inversión del tiempo y la paciencia, entre la serenidad que, pese a todo, persiste.
¿Es posible rescatar el campo como realidad, como posibilidad, como hogar de tantos? (O)