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Columnistas
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Pocas veces la cotidianidad nos permite pensar en nuestra propia mortalidad. Les presento un breve recorrido por mi hiperactiva mente viajera.

22 Octubre de 2023 16.46

Hace unos días conocí a una increíble brasileña, Denise, que compartía un insight mío al volar. A 860 kilómetros por hora, 14 kilómetros por minuto o 233 metros por segundo + 10.000 metros de altura, nace un ritual de mortalidad que me desconecta de la cotidianidad, de preferencia en el asiento de ventana. No hay nada como una buena turbulencia para transportarme a mis más profundas miradas con mi subconsciente. Y no es que tenga una fobia, entiendo que es más probable sufrir un accidente en tierra que en aire, pero a veces la racionalidad se apaga y se apodera la irracionalidad de un bípedo que no evolucionó para transportarse en esas cimas.

Y en ese constante y casi eterno vaivén, me saturo de pensamientos autodestructivos, autorreflexivos y primales. ¿Qué pasaría si muero hoy? ¿Me arrepiento de algo? ¿Qué será de las personas que amo? ¿Me disculpé de todos mis errores, voluntarios e involuntarios? ¿Alcancé mis propósitos, mis sueños, mi razón de ser? ¿Dolerá el impacto? ¿Fui muy egoísta? ¿Viví como quería o como quisieron? ¿Debí seguirla? Mientras a la par se escucha el pitido del cinturón de seguridad. ¿Seguridad de qué? ¿Un trozo de poliéster va a hacer alguna diferencia? Y para acelerar el proceso existencialista se escucha el respectivo: “Señores pasajeros, estamos atravesando un área de turbulencias”. Lo que solo ayuda a confirmar todas mis sospechas: “el piloto y copiloto saben algo que los demás ignoramos”. 

Buscando en los rasgos faciales del cabin crew, alguna señal de duda, una prueba de que este vuelo no es normal, que estamos experimentando de primera mano los posibles destinos ilustrados en la cartilla con las indicaciones de seguridad que se ubica frente a mí. Regreso a ver a mi alrededor y veo los rostros de todos los desdichados compañeros que compartirán este inevitable futuro. Y para sellar el último clavo en el ataúd, la prueba definitiva de que no vas a salir ileso de esta, un 'padre nuestro' promulgado en silencio y en fervor por una señora que se sienta detrás de ti. Señal divina de que el todopoderoso decidió que aquí termina nuestra corta existencia. Mientras algunos niños, a grito de montaña rusa, pregonan en cada sube y baja su chillido. 

Evidentemente, también están los estoicos, serenos y ecuánimes, aquellos que disfrutan de su serie de TV favorita en su smartphone. Dioses inalterables que no se ven involucrados por problemas banales como la muerte. Cruzando continentes enteros en 4 o 5 capítulos de Betty la Fea, Grey's Anatomy o el Cartel de los Sapos. O quienes, sin ningún mínimo interés por su entorno ponen su rola favorita a oídos de todos para acompañar el inevitable accidente con el soundtrack de Peso Pluma. También, al estilo más marxista, los dueños de los medios de producción que se ubican al frente disfrutan de su vino o champagne, mientras los proletarios o la economy class pelea por el bienestar físico de su espalda y piernas.

Y cuando todo parece perdido, de entre las nubes aparece la pista de aterrizaje y de golpe sus dos llantas posteriores nos reconectan con la Tierra, mientras otra espera un leve segundo para igualarse. De vuelta a la realidad. Si el vuelo estuvo muy movido, los leves aplausos para el capitán. Si no, los pitidos de los teléfonos prendiéndose, los cinturones desabrochándose, los pasillenses levantándose y los silencios disipándose.

Dispersos extraños en los cielos

Unidos por la efimeridad del caos

Comparten una línea feroz 

En su ruta por un destino precoz. 

 

Juntos en un breve vuelo

Que el viento yace duelo 

Y que la Tierra los separa 

Para seguir su vida clara. 

(O)

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