El Ecuador vive estos días un nuevo capítulo de crisis e inestabilidad política, el enésimo episodio de los últimos años en los que, continuamente, se ha puesto a prueba nuestra débil, incómoda e imperfecta democracia.
Si contamos seis años desde el presente hacia atrás, trazaremos en nuestra mente una línea de tiempo en la que el punto de partida será aquella percepción de que el país se aprestaba a entrar en una nueva etapa de recuperación de la institucionalidad e independencia de las funciones del Estado. Aquella percepción, por múltiples causas, terminó siendo tan solo una expectativa fallida, una ilusión que se desvaneció pronto y que nos devolvió a todos a la descarnada realidad de vivir en un país fragmentado por sus propios complejos, estancado por la añoranza perpetua del mesías y convulsionado por una clase política egoísta, ignorante, generalmente corrupta y sin la más mínima conciencia de lo que constituye el verdadero servicio público: humildad, sacrificio, eficiencia, honestidad...
La nueva crisis, una más en este período de zozobra constante, se alimenta no solo del apetito voraz de los contradictores y opositores al gobierno, en especial de los que anhelan volver a ocupar todos los espacios del poder para restañar heridas propias, confirmar impunidades comunes y emprender las tan anticipadas venganzas, sino también en aquellos que han cimentado sus carreras políticas en el caos, en el terrorismo, en el chantaje y en la violencia descontrolada que hoy se convierte en la principal preocupación de todos los ecuatorianos.
Nos hemos preguntado muchas veces durante este último tiempo si fue primero el huevo o la gallina, o si esta inseguridad galopante, brutal, insufrible, es culpa de unos y otros, o si se generó o nació deliberadamente de estos o de aquellos, pero al final, cuando nos encontremos otra vez en medio de episodios de violencia nunca antes vividos, el señalado, el responsable y culpable será el gobierno de turno al que las turbas irracionales buscarán derrocar para vendernos la idea de que solo así renacerá la esperanza y surgirá de entre el humo de las hogueras el nuevo mesías, el caudillo que habrá de solucionar a carajazos, con mano dura o con una varita mágica, los problemas que nos aquejan… Hasta que también nos cansemos de él y decidamos crucificarlo en la siguiente crisis, y así sucesivamente…
El país no progresará jamás si seguimos estancados en los tiempos turbulentos de los golpes de Estado, de los cambios bruscos de gobiernos ansiando en que llegue el salvador de la patria, que casualmente siempre se encuentra entre los revoltosos, insurgentes y golpistas. El país no progresará jamás mientras la democracia nos resulte incómoda y buquemos derribarla cuando la sentimos débil, cuando en lugar de robustecerla, la erosionemos. El país no saldrá nunca de su postración mientras tengamos políticos que solo ven por sus intereses propios, no por los de la nación ni por los de la gente que más los necesita. El país no saldrá a flote mientras tengamos una clase política tan pobre de ideas que solo busca entronizar al mesías inventando causas inexistentes para un juicio político que, a la luz de la Constitución y de las leyes, nació torcido. El Ecuador será una nación fallida mientras se acomoden las normas para beneficio propio y se eluda la Constitución pretendiendo encaramarse en el poder a patadas.
Una nación con la democracia en permanente equilibrio, resulta ingobernable, ciertamente, pero para alcanzar un grado mínimo de gobernabilidad se requiere decisión, valentía, capacidad y propósito de enmienda. El gobierno actual debe reaccionar y corregir el rumbo dentro de los cauces democráticos: escuchar, sentir, comprender y encontrar soluciones para los graves problemas que agobian a la sociedad, en especial por la inseguridad, falta de empleo, ausencia de obra pública y satisfacción de las necesidades básicas de los más pobres.
Fortalecer la democracia, protegerla y defenderla es una tarea que nos corresponde a todos aunque a muchos les incomode que levantemos la voz en su nombre. (O)