El café no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca (parafraseando a Hernán Casciari). Pero es mucho más que eso. Se podría decir que es una bebida de apoyo emocional. Nadie toma café porque tenga sed y cuando usualmente salimos a tomar uno, muchas veces café es lo único que no se toma.
El café es una costumbre. Sin darnos cuenta, tomamos como un hábito frecuente para empezar el día y cargarlo de energía. Después de comer, tomarlo como bajativo del almuerzo o a media tarde, para romper el tedio de estar haciendo algo. Lo hacemos solos o acompañados, en el auto, la oficina o en una sofisticada cafetería. Casi siempre es inconsciente y termina siendo la repetición frecuente de un gusto. Como si el cerebro diera órdenes precisas que hay que cumplir todos los días y nos cercioramos de obedecer sin cuestionar. El café es un pretexto que tiene la versatilidad de combinar con todo.
El café es ese milagro que ocurre en la casa de los ricos y los pobres, entre las mujeres y los hombres, gente de derecha o de izquierda, entre amigos y enemigos, amantes y amados, padres e hijos. No distingue de sexos ni de condiciones. El sabor amargo de un café tampoco distingue de horario, lugar de trabajo o puesto de vagancia. Es una bebida que reconforta, pero sobre todo es un pretexto para todo lo que puede ocurrir alrededor de un café. Esto pasa en todas las familias. El café se toma entre hombres charlatanes y chismosos, pero también pasa entre mujeres serias, profesionales o inmaduras, parafraseando a Casicari. Se toma entre viejos y entre los adolescentes también. El café es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los otros. El café, sin lugar a duda, es muchas cosas.
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El café también se ha convertido en ese espacio necesario para hacer una pausa y poder conversar. Termina siendo lo más importante del día porque acompaña, sin importar lo que estemos haciendo. El café es el pretexto. Por eso, ante cualquier diferencia, se debe aplicar la máxima jurídica elevada a categoría constitucional: in dubio pro café. En caso de duda, un café.
El café te hace conversar si estás con alguien y te hace pensar si estás solo. Es un buen motivo para una primera salida (y para la siguiente también) o para cerrar un negocio importante (o no tan importante) o para terminar un artículo. A veces, las mejores cosas de la vida empiezan con una pregunta trascendental: "¿Y si nos tomamos un café?" En las relaciones, el punto de no retorno empieza con un café. Es justamente el momento del salto al precipicio.
El café es un líquido en forma de recuerdo. Nos empeñamos siempre en crear historias alrededor de una taza de café. No es el café que ingresa al cuerpo, es lo que pasó en el café lo que nos genera toda clase de memorias. Estoy seguro de que el profesor Jirafales no iba a visitar a doña Florinda únicamente para tomarse una tacita de café, aunque esa haya sido la eterna invitación. Jirafales, no tengo pruebas pero tampoco tengo dudas, buscaba la anécdota que produce el encuentro de la invitación al café para luego contar los detalles a sus amigos tomando otro café. Caballero no tiene memoria, dice la sabiduría popular, pero el café ayuda a evitar la amnesia.
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El café es de esas cosas que te ayudan a vivir. Seguramente es de las cosas que no respiran la que más aprecio. No es el sabor, es la posibilidad de lo que puede ocurrir en el café y, sin duda, luego de él. Por eso, en los billetes se debería reemplazar por la frase in coffee we trust. Confiamos ciegamente en las posibilidades que un café provoca para ser felices. Un café jamás nos va a traicionar.
Muchas veces procafestinar es la solución a una buena vida. Por eso, siempre hay que estar del lado correcto del café y siempre hay que aceptar una buena invitación: "¿No gusta pasar a tomar una tacita de café? ¿No será mucha molestia? Por supuesto que no, pase usted. Después de usted". (O)