Es la víspera de Navidad, mientras escucho música sacra, contemplo la ciudad de Quito en esta tarde soleada. La ciudad cambia cada minuto, según la luz, decía el pintor Oswaldo Guayasamín que vivía muy cerca de aquí. Pero no estoy pensando en la ciudad, la música me transporta a las catedrales, las obras más impresionantes de la civilización humana. En todas las ciudades que conozco, siempre he visitado alguna iglesia, desde la pequeña ermita de la Balbanera, que pasa por ser la primera iglesia ecuatoriana, hasta las gigantescas catedrales europeas, montañas de roca en perfecta organización, armonía y belleza. No las visito por devoción sino por admiración y para rendir homenaje a sus constructores.
Monumentos de piedra, cristal y luz.
Con los estudios de arquitectura el deslumbramiento fue mayor y llegué a la persuasión de que algo tenían de sobrenatural, que superaba las posibilidades humanas. Imaginaba albañiles medioevales levantando enormes rocas talladas hasta alturas que ahora puede tener un edificio de cincuenta pisos, cuando las casas no pasaban de cinco metros. Sin herramientas, sin grúas, sin hormigón, los constructores imaginaron un esqueleto de roca de una esbeltez inverosímil para llenar los vacíos con cristales de colores que inundan de luz los espacios interiores. El papa Juan Pablo II expresó con admirable elocuencia la belleza y significado de la arquitectura de las catedrales cuando dejó escrito en el libro de visitas de la catedral de León: A esta catedral que es más cristal que piedra, más luz que cristal y más espíritu que luz.
La iglesia católica más alta del mundo es la catedral de Colonia en Alemania con 157 metros de altura. Tardaron 600 años en su construcción y sobrevivió a la segunda guerra mundial que dejó en escombros el resto de la ciudad. También sobrevivió a terremotos, a siglos de ventiscas y aguaceros. Cientos de arquitectos restauradores, escultores y albañiles vigilan ahora cada centímetro de este gigante medioeval para registrar cada fisura y cada vibración de sus torres. Sus piedras se van desintegrando por la contaminación ambiental, pero los restauradores las van reemplazando una a una; este tesoro cultural de la humanidad es una obra en perpetua construcción.
La morada de los dioses
Los primeros cristianos mantenían sus reuniones bajo tierra, en catacumbas secretas para escapar de la persecución, mil años más tarde empezaron a construir catedrales que llegaran hasta el cielo. Las nuevas técnicas constructivas han realizado proezas para mantener en pie esos gigantes de piedra. En la catedral de Ulm, el siglo pasado, los ingenieros pusieron un corset de hormigón sobre un enorme anillo de cimentación para corregir una columna que se hundía. Con gatos hidráulicos levantaron la columna y la enderezaron a su posición correcta antes de retirar el corset provisional. La iglesia de Notre Dame en París está en reparación después del incendio que puso en peligro su estabilidad. Otras catedrales no pudieron mantenerse en pie como atestiguan tristemente sus restos, porque no hay nada más conmovedor que contemplar en ruinas la morada de los dioses, como las califica Rose Macaulay en su libro Esplendor de las Ruinas.
Una fe tan grande como un templo
Cada catedral o basílica tiene pequeños detalles que se graban en la memoria. De la basílica de Gaudí en Barcelona impresiona la capacidad de convertir cada elemento en una escultura y la imposibilidad de dibujar los planos con los clásicos instrumentos de dibujo. De la catedral de la Almudena de Madrid, llaman la atención las pinturas geométricas y coloridas de su bóveda y los murales modernos que recuerdan el estilo de los tradicionales íconos de las iglesias ortodoxas. De la catedral de Notre Dame, en París, son inolvidables las gárgolas que tantas veces hemos visto en películas. Los arbotantes de la catedral de colonia, que parece encaje hecho en piedra, tienen la prosaica función de sostener y evitar que se doblen las esbeltas columnas que soportan las bóvedas y la cubierta. 120.000 toneladas de piedra se levantan al cielo y otro tanto están bajo tierra como cimentación. Era imposible que los constructores medioevales pudieran concebir obras semejantes, sino animados por una fe tan grande como los templos que levantaban.
La víspera de Navidad es la oportunidad para meditar sobre los dos mil años de civilización cristiana que tantas proezas ha traído a la humanidad y que ahora amenaza con diluirse en banalidades. La fiesta de Navidad ya es para pocos el aniversario del nacimiento de Jesús que trajo una religión basada en el amor y la solidaridad, para la mayoría parece haberse reducido a una fiesta que se conserva para impulsar el intercambio comercial. (O)