Seamos claros: no vivimos en un estado de derecho, vivimos en una cloaca que se alimenta de los desechos de una clase política sucia, tramposa, enferma, codiciosa e insufriblemente ignorante que, salvo poquísimas excepciones, ha arrastrado al país a sus tiempos más oscuros.
Lo sucedido en las últimas semanas, entre vergonzosas amnistías legislativas, masacres en las prisiones, pactos protervos, amenazas desestabilizadoras, la visita amable de un chulquero buscado por la justicia al Ministerio de Defensa llevando consigo fajos de dinero en efectivo, la insólita y anunciada liberación de presos por jueces incompetentes con sentencias ejecutoriadas por delitos graves contra el Estado, entre otros, nos expone como una nación en escombros que navega a la deriva mientras lo asedian corsarios de distinta calaña preparándose para el asalto final.
Todo apesta en esta cloaca. Apestó a traición el acuerdo legislativo inicial con el que se pretendió pactar con la mafia. Apestaba a extorsión y resignación el pacto con Pachacutik. Apestan los opositores políticos que juegan al chantaje y al boicot. Apesta a desestabilización, presión y anarquía la brutal violencia desatada al interior de las prisiones. Apestará durante mucho tiempo la excarcelación de Jorge Glas, lograda con la complicidad evidente de autoridades, con el fallo ilegal, burdo, incompleto, inconstitucional, viciado en forma y fondo, promulgado por un juez incompetente para ese caso.
En medio de esta pestilencia que aplasta y sofoca, que desconcierta y deprime, el sábado anterior todo el país sabía ya que el ex vicepresidente había solicitado un recurso de Habeas Corpus a un juez de Manglaralto, un juez que no había sido sorteado legalmente, un juez que carecía de competencia, un juez que en el pasado mantuvo vínculos con la agrupación política del demandante, un juez de aquellos… Todos lo sabían, incluso el funcionario del Servicio de atención Integral a personas adultas privadas de la libertad y adolescentes infractores (SNAI), que, suelto de huesos, como si la cosa no fuera con él, ante el atropello jurídico, procesal y moral que se llevaba a cabo, dijo en plena audiencia: “no tengo nada que objetar”. Por supuesto, también lo sabían los funcionarios del Ministerio de Gobierno y de la Policía Nacional que, presentes en la audiencia, solo guardaron silencio, un oprobioso silencio.
Nadie ha pedido que este nuevo gobierno intervenga o meta mano en la justicia. Ya estamos cansados de que se manosee desde el poder a los jueces, de que se les imponga fallos o se los utilice para perseguir políticamente a opositores o contradictores. Pero tampoco podemos aceptar que el gobierno a través de sus funcionarios se convierta en cómplice de estos atropellos.
Ante lo que era a todas luces una resolución espúrea, ilegal, inconsistente, indeterminada, imposible de cumplir o acatar, emanada por autoridad ilegítima, lo que cabía era indignarse, levantar la voz y asegurar que bajo ninguna circunstancia se liberaría al reo con base en tal mamotreto, y luego, por supuesto, presentar una apelación sólida y todas las acciones inmediatas, urgentes, cautelares, para evitar esa fuga que se produjo ante las cámaras, en vivo y en directo en medio de un mitín electoral que es responsabilidad exclusiva de esos mismos funcionarios. Y sí, debían aguantar lo que seguramente habría venido como respuesta de las mafias: más violencia, más amenazas, lo que sea. Todo menos pactar o humillarse ante el poder de las mafias.
Pero no, el funcionario de la SNAI solo dijo: “nada que objetar”, y los otros dos apenas alcanzaron a bostezar, y los demás, los que no estaban allí pero sabían lo que sucedía, reaccionaron dos días después, cuando el condenado ya se encontraba fuera de su alcance, feliz por haber conseguido su impunidad cuando menos lo esperábamos todos (incluso él, seguramente).
No podemos dejar de indignarnos. No podemos dejar de pedir explicaciones. No podemos quedarnos callados porque si lo hacemos seremos parte de esa inmensa cloaca a la que nos pretenden arrastrar. (O)