Alao es un pequeño pueblo ubicado a dos horas de Riobamba. Es un lugar mítico que yace entre montañas impetuosas y páramos infranqueables. Tienes que llegar por una carretera de tercer orden y por unos precipicios que te quitan el aliento. Ahora ha crecido mucho y no se parece a las anécdotas que me contó mi madre o a los pocos recuerdos que tengo de mi niñez. La paja pasó de moda y el concreto se adueñó de estas tierras. Lo extraño es que muchas de las nuevas construcciones están vacías. La ola del sueño americano y la migración a Europa hizo que se convierta casi casi en un pueblo fantasma. Conozco muchos migrantes que trabajan durísimo para comprar bienes en Ecuador, con la esperanza de regresar algún día y dejar un patrimonio a sus hijos.
Hijos que no piensan en volver a un país que es suyo, pero que se siente ajeno. Tuve la fortuna de conversar con una ecuatoriana que trabaja en una multinacional en Londres. Ella nació en Pungalá y parte de su familia es de Alao. ¿Cuáles serían las probabilidades de que ella llegara a esta posición si sus padres no hubieran migrado? ¿Qué tan probable es que una indígena de esta comunidad sepa tres idiomas e ingrese a una de las mejores universidades de Reino Unido?
No vayamos tan lejos. ¿Qué tan probable es que un indígena llegue a una universidad privada en Quito o vaya a uno de los mejores colegios del país? ¿Quién los puede culpar? Son desterrados que encontraron oportunidades fuera de nuestras fronteras, son nuestro orgullo y el resultado del sacrificio de sus padres, ecuatorianos que no se contentaron con el descuido que existe en la zonas rurales.
Alao es uno de los muchos pueblos que se ha visto afectado por la migración en masa y conozco más de un caso de “hijos” que no piensan volver a Ecuador, excepto de vacaciones. Esto me invita a pensar no solo en las casas vacías, sino en los niños y jóvenes que se quedaron y no están en “una posición privilegiada”. De acuerdo con las Nacionales Unidas, Latinoamérica es una de las regiones más desiguales del mundo. Es conocido que a mayor desigualdad en la distribución de ingresos, es mayor la desigualdad en la distribución de la educación. Además, la Unesco publicó en 2019 un estudio donde asegura que en la región existe un sistema de segmentación y exclusión social que limita las oportunidades de los sectores más vulnerables.
Es clave entender que –aunque se han producido avances en la expansión del acceso a la educación en las últimas décadas– también existe una mayor segmentación de los logros y de la calidad de los servicios prestados. En pocas palabras, esto ha perpetuado la desigualdad entre generaciones, no porque unos tengan acceso y otros no, sino porque tienen un acceso diferenciado respecto a la calidad educativa, así como a las oportunidades de interacción y la construcción de redes sociales y culturales para el futuro, lo que incide, sin duda, en sus capacidades de desarrollo.
Yo vine a Quito desde una provincia y sentí la desigualdad educativa que tuve en comparación con mis compañeros capitalinos. Imagínense lo que deben batallar los adolescentes de las zonas rurales. No digo que sea imposible para ellos, pero están en una carrera cuesta arriba, mientras otros corren en plano. Los beneficios de la educación no llegan de la misma manera a todos. Unos parten con ventaja y otros nunca los podrán alcanzar, lo que perpetúa esta desigualdad.
Ecuador participó por primera vez en 2017 en las pruebas PISA-D (PISA para el desarrollo) y entre los resultados se encontró que los estudiantes de las escuelas urbanas tienen mejor desempeño que las rurales. Un año más tarde, la SENESCYT publicó que existieron 632.541 estudiantes matriculados en la universidad y de esos solo el 2,61 % se autoidentificó como indígena.
He escuchado muchas veces que dicen: “el que quiere lo consigue” y en este caso considero que no es verdad. No se pueden negar las cifras y pensar que es cuestión del “esfuerzo” de una persona y no de un Estado ineficiente que excluye a gran parte de la población. De acuerdo con el INEC, el 23,7% de las personas indígenas, de entre 25 y 35 años de edad, tiene educación superior. Mientras que este porcentaje es del 46,5% para personas que se autoidentifican como mestizas o blancas. Lo mismo pasa con el acceso a la educación superior, en la ruralidad el porcentaje solo llega al 24,3 %. ¿Podemos pensar que es cuestión del poco empeño que pone una persona? No lo creo.
La educación de calidad debe ser para todos y debe reducir desigualdades entre quienes pueden costearla y quienes no, entre niños y niñas, entre quienes están en nuestro país y quienes migran. Me encantaría poder escribir historias sobre ecuatorianos, de zonas rurales, que la están rompiendo, que lograron derribar estas brechas y accedieron a oportunidades que mejoraron su calidad de vida y la de sus familias. No es tan loco pensar que algún día podamos dar la vuelta a estos números que nos indican que la educación es un privilegio, no un derecho. Debemos pensar que la solución no es migrar, sino arreglar los sistemas de este país que están obsoletos. (O)