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Comer es ahora una operación técnica: se considera el número de calorías, el contenido de grasa, la cantidad de sal y azúcar y la dosis de carbohidratos, según nuestro estado de salud. Y cocinar es ahora un arte: se estudia en la universidad, se repasa en libros y programas de televisión y a quien realiza esa actividad se le llama cocinero si es ordinario y chef si es un profesional.

8 Septiembre de 2021 11.12

Cuando era niño solía ir de vacaciones al campo; era tiempo de cosechas y había muchas oportunidades para divertirse, para hacer ejercicio, para observar y aprender. Una tía abuela tenía tierras en el páramo y para la cosecha, el partidario nos recibía con atenciones especiales en una casa de madera de dos plantas. Mataba un cordero y comíamos carne asada, estofada y con otras preparaciones. No había pan, que era un alimento urbano, se comía mote, leche que no toleraba, y granos.

Al mediodía, antes de que sirvieran el almuerzo, los peones que participaban en la cosecha se reunían en el patio de la casa y se sentaban en filas a uno y otro lado de unas largas bateas de madera llenas de una variedad de alimentos de diversos colores. Había mote, frijoles, mellocos, papas, habas tiernas, arvejas. Desde la baranda de segunda planta se veía hermoso y apetitoso. Yo hubiera agradecido mil veces más participar en esa mesa que en la mesa formal donde comíamos nosotros.

Las cocineras antiguas

La tía abuela era de las antiguas amas de casa que pasaban todo el día en la cocina porque creían que la comida debía ser preparada y pocos alimentos se servían frescos, de la carne decía que solo los tigres la comen fresca. Ella engordaba un cerdo cada año y era como una alacena viva de la que extraía manteca, carne, morcillas y todo un surtido alimentario, aunque exigían largos, pacientes y complejos preparativos. Era todo un equipo de mujeres expertas que se juntaba para la ocasión. Unas preparaban las tripas, otras cebollas coles y aliños y otras, cocían arroz. Para los niños era un festival de olores y colores mientras correteábamos por la cocina y los corredores mirando y escuchando las conversaciones, los comentarios y las sentencias que se repetían entre risas y murmullos. Me devuelve la memoria una estrofa que repetía la tía abuela:

Espera desesperado

Mudar de suerte algún día,

Que es vana fantasía

Vivir ilusionado.

La tía abuela era la directora de orquesta y la dueña de la fiesta. Ella colgaba en la cocina de canastas y ganchos, morcillas y carnes que se iban transformando con el humo y el tiempo y adquiriendo sabores que ya no existen porque eran producto de otros estilos de vida. De un canasto colgaba frutas, de otros quesos, y de otros, dulces y manjares inverosímiles de cuyos sabores y olores solo quedan residuos en la memoria.

Recetas secretas

Entre los recuerdos imborrables está el rito de la visita dominical al cementerio. Iba vestida siempre de negro, con un pequeño canasto como cartera y rodeada de tres o cuatro pequeños, recorría las tumbas de los parientes, rezaba alguna oración y nos relataba alguna anécdota de cada uno. Después de visitar a los muertos nos llevaba al prado y del canasto sacaba las golosinas. Las naranjas conseguía secarlas, con alguna fórmula secreta, hasta que la cáscara se ponía dura como plástico y por dentro eran dulces como almíbar. Igual conseguía con los guineos, de corteza negra y dura como plástico, eran por dentro dulcísima fruta.

La carne seca, los chorizos añejos, todo tenía sabores fuertes y aromas intensos. Ya no se come igual ahora que todos los alimentos tienen marcados, como medicinas, la fecha de caducidad y los niños son los más preocupados de revisar esas fechas. Solo cuando estuve como estudiante en España, volví a recordar esos sabores. La tía abuela seguramente heredó esas artes para la cocina de los antepasados de las abuelas, pero tuvo un pequeño hotel cuyo incendio es también un recuerdo de infancia, y allí pudo tener algún cocinero genial de aquellos capaces de experimentar, descubrir y transmitir sabores y aromas.

Mi experiencia como cocinero

Durante el primer año de la pandemia tuve un enfrentamiento personal con la cocina porque mi esposa tenía ese mal horrible del manguito rotador y le tuvieron que hacer una cirugía. Los buenos recuerdos no me hicieron disfrutar de la cocina. Era una pérdida de tiempo inaceptable y me parecía que pasábamos comiendo sin descanso; terminado el desayuno había que pensar en el almuerzo y de inmediato en la cena. Nada era igual a los recuerdos, la cocina luminosa y blanca era el opuesto de la cocina obscura y negra de la tía abuela. Los utensilios limpios y nuevos no se parecían a los viejos y gastados, a las paletas, mazos, espátulas y rodillos de madera vieja que tenían cierto encanto y parecían añadir sabor a las comidas. Mi experiencia como cocinero concluyó apenas amainó la pandemia y recobramos la confianza en la comida hecha por otros y comprada por internet. Ya no tiene sentido ni es posible hacer los guisos antiguos; ahora se promociona la comida fresca, cosechada el mismo día, lavada con químicos y tal vez cocida en microondas. Y, en cuanto a la carne, hemos vuelto a comerla como los tigres, fresquita. (O)

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