Tenemos en mente a los actores de un conglomerado humano, dentro del cual se conjugan intereses que a la postre desembocan en lo que la ciencia política considera relaciones de poder. Esto, siendo poder en su acepción más amplia, la posibilidad de imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena, en un contexto democrático.
Lo anterior conduce a la necesidad de preconizar a la democracia, en términos weberianos, como el régimen en que no existe ninguna desigualdad formal en cuanto a los derechos políticos entre las distintas clases de la población; y a la política como la dirección -o la influencia sobre ella- de una asociación, que es el estado. El solo hecho de estar presentes intereses impone obligaciones recíprocas entre los dos sujetos de la relación política, que son el pueblo como gobernador nato del estado, y aquel individuo a quien ese mismo pueblo delega la praxis de gobierno.
El pueblo es el elemento humano constitutivo del estado, junto con el territorio, el poder político y la soberanía. Para la sociología política, al margen de cualquier consideración antropológica, el pueblo es el resultado del desarrollo histórico de los hombres, en el que para propósitos políticos la memoria colectiva sienta las bases del presente. Ello permite entender al sujeto político y sus actuaciones. Éste es el pueblo (ciudad, república, cuerpo político, según los pensadores a que nos remitamos) que Rousseau lo pregonó al concebir su Contrato Social, que cede sus libertades natural y civil al otro sujeto de la relación que nos ocupa. En su ascendente ético y estético, la belleza del gobierno depende de quienes nos obedecen para honrarnos. Al respetar a los ciudadanos nos haremos respetar, la libertad aumentará nuestro poder; al no sobrepasar nuestros derechos éstos se harán ilimitados.
El auge del populismo ha resquebrajado de manera dramática las bases mismas de la correlación política, y por ende de la democracia. Los líderes populistas, mediocres en intelecto y desaliñados en ética -que lo son- se aprovechan de la ingenuidad y justas aspiraciones del pueblo, que son desvergonzadamente despreciadas, para conducirlo por sendas que nada tienen de progreso pero sí de retroceso en todo orden. El principal lo identificamos en la degradación humana que trae consigo. El populismo ve al hombre como simple elemento de abuso para la consecución de prebendas exclusivas del gobernante. El populista es un tirano de la peor especie.
Resulta interesante que, dependiendo de la configuración con que se lo mire, para los llamados pensadores de la sospecha -Marx, Nietzsche y Freud- el pueblo se encuentra condicionado, en su orden, por circunstancias económicas, de lenguaje y por el subconsciente (El Sujeto Político, H. F. Velázquez). En tanto que el populismo, en general, carece de ideología, cultiva deshonesta y arbitrariamente estas incidencias para imponer conductas de confrontación social harto peligrosas. La problemática se agrava cuando al populismo se adhieren sectores políticos, que sin pudor alguno -solo pensando en los mezquinos beneficios que entienden los lograrán aun a costa de su dignidad- no reparan en el daño que causan al bienestar social. Así, el populismo de derecha no ve obstáculo alguno para aliarse con aquel de izquierda si ello ayuda a superar sus frustraciones, y viceversa.
Respecto del otro sujeto político, en la trama analizando quien recibe del pueblo el mandato de gobierno, el político, M. Weber señala que no hay más de dos pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. Sostiene que tres son las cualidades del político: pasión, responsabilidad y mesura.
La cualificación de los sujetos políticos para ejercer sus funciones constituye uno de los grandes retos de la sociedad. Ella puede ser emprendida desde dos enfoques complementarios. El primero como auto-evaluación de quien pretende optar por alguna posición en un estamento de relevancia política, que demanda de objetividad como proceso intelectual responsable. El segundo, por parte de los electores, a título de habilidad -y también cometido- para ponderar si la referida propia valoración de quien busca ser elegido responde a honestidad pensadora. En las sociedades políticamente incipientes se presentan insuficiencias en las dos perspectivas, generándose una seria imperfección estructural que atenta contra la democracia y consiguiente estorbo para el desarrollo integral de un país.
La suficiente concientización por uno y otro -por el pueblo y por el político- de su patrón de conducta, compromiso y adeudo social, puede encaminar al estado en la ruta correcta. Al contrario, su carencia devengará en una colectividad socio-política viciada. (O)