Los queridos viejos
Los genios de la literatura coinciden en que para la vejez es necesario firmar un pacto honrado con la soledad, quizá en el Olimpo de las letras sea cierto, pero la gente normal, quienes somos terrenales, vemos en ese caminar lento e impreciso, la oportunidad de ayudar y devolver con amor, los cuidados que en su momento recibimos.

Cuando envejecen y enferman los padres, raíz de todo, los hijos se enfrentan a la muerte con más frecuencia de lo rutinario, entran en una guerra en donde unidos debe confluir el aporte de todos, con un apoyo que no se pide, se ofrece, con una ayuda que no se agradece, se felicita, ante la ausencia o negativa no se reclama, se calla y se entiende. La razón y el corazón hacen una realidad aquello de que todo hijo es padre de la muerte de sus padres.

La vida tiene esas paradojas, a unos sorprende, a algunos asusta o amarga y a otros fortalece, crisis que, como todas, no cambian a las personas, solo las descubre, las muestra en toda su esencia.

Hay designios que son incomprensibles, le pasa a casi todo el mundo, cuando la secuencia natural y el orden cronológico se afectan por la enfermedad o el paso del tiempo, las circunstancias se transforman y se invierten dramáticamente los papeles, en un santiamén el hijo o nieto se encuentra ejerciendo la paternidad de padres y abuelos.

Se ha sabido siempre y es una verdad inmutable, que a nadie le enseñan a ser padre, quizá por ello se cometen tantos errores, en medio de algunos aciertos con los hijos, pero ser padre de los padres, ser guía de los abuelos, por poco o mucho tiempo, conlleva sentimientos encontrados en los que confluyen la responsabilidad con el mimo, la firmeza con la ternura, el humor con la pena, todo en forma de tormenta que azota un sendero por el que, se debe transitar con pudoroso cuidado.

Los genios de la literatura coinciden en que para la vejez es necesario firmar un pacto honrado con la soledad, quizá en el Olimpo de las letras sea cierto, pero la gente normal, quienes somos terrenales, vemos en ese caminar lento e impreciso, la oportunidad de ayudar y devolver con amor, los cuidados que en su momento recibimos. 

Las horas, los días y las semanas, en las clínicas y hospitales, transcurren en medio de una vorágine que pareciera no tener fin, tumultuosamente, porque hay que fijarse en todos los detalles para salir adelante, las batallas que se pierden deben librarse con pasión y convicción familiar, y de la misma forma las guerras que se ganan se producen con unidad y amor fraternal sin límite.

Cuando llega la hora y los padres que un día te tomaron con fuerza de la mano en tu infancia, te llevaron con entusiasmo a la escuela, te representaron en el colegio y estuvieron para ti siempre, pasado el tiempo, hoy necesitan compañía porque no quieren estar solos y todo se hace más lento, lo fácil se complica y lo difícil se vuelve insuperable, los hijos revestidos de paciencia y cariño deben acudir e irrumpir para ayudar.

Hay familias en donde el amor filial, el respeto, el sentido de urgencia y la solidaridad hacen que cada uno de sus miembros se convierta en soldados que saben mandar y obedecer con humildad y sentido común, que no se amilanan ante la crisis, más bien se agigantan y se potencian, conscientes de que es la única forma de sobrevivir a la tormenta.

Cuando los padres, otrora hombres y mujeres fuertes, serenos y luchadores que lideraban honestamente con ahínco y generosa actitud, hoy suspiran y con bondadosa mirada exploran el infinito, el guion de la vida se cambia inusitadamente, la responsabilidad obliga a pensar rápido y en todo, para que no falte, ni falle nada, porque se hace indispensable cubrir hasta las más simples y rutinarias cosas, en ese momento se hace patente y real aquello de amor con amor se paga, respeto con respeto se comulga.

Después de haber cumplido etapas y metas, a los hijos nos queda una última y fundamental misión, hacer que el postrero tramo de nuestros padres se torne calmado y apacible. Ellos dependen de nuestra capacidad de resolver y pelear para vivir y morir en paz.

Desde los soportes, abrazaderas y barandas de apoyo, instalados hasta en los más recónditos espacios del hogar, para extenderles la mano y ayudar en ausencia, hasta la compañía entre largas charlas llenas de nostalgia, avivando recuerdos, recreando historias, disfrutando anécdotas y experiencias, son los pasos que se van cumpliendo día a día, noche a noche. 

Hago mío el relato, palabras más, palabras menos, de Fabricio Carpinejar cuando describe como su amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta su último minuto. 

En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama para cambiar las sábanas, en ese instante, reunió fuerzas para ayudar y tomó por primera vez a su padre en su regazo, colocó la cara contra su pecho y acomodó en sus hombros a su frágil padre consumido por la enfermedad.

Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia y adultez, un buen tiempo, un tiempo interminable, meciéndolo de un lado al otro, acariciándolo, calmándolo y hablándole en voz baja: ¡Estoy aquí, estoy aquí, papá!

Todo lo que el padre y la madre quieren escuchar al final de su vida es que sus hijos, unidos, estén ahí... 

No cabe duda, todo hijo es el padre de la muerte de sus padres... aunque duela, aunque pese, aunque queme... (O)