Allá en los Pirineos, como acá en los Andes, los nombres de los pueblos parecían conjuros; tenían cada cual su magia; aludían a historias viejas, a leyendas, a crónicas de tiempos remotos. Y no eran solamente los nombres; eran sus plazas, sus esquinas, su soledad. Era, y es, el paisaje que les abraza, la cordillera que les marca, los caminos que anuncian llegadas y despedidas.
Pese a la invasión de la modernidad, al cemento y al mal gusto, esos pueblos, por largo tiempo, conservaron, y algunos conservan, el aire intacto, la silueta nítida, el árbol señorial y la paz posible.
Sus nombres, entre tantos de los que se asientan en la cordillera y en los valles, parecen conjuros, palabras que guardan en secreto su origen y convocan a algún misterio. Alajuela, Achaysí, Angamarca, Bachillero, Bilován, Cachaví, Capsol, Compud, Chiquintad, Guarainag, Huigra, Joyacshí, El Pan, Pindilig, Pumallacta, Tupigachi, Yangana, Zhud.
Pueblos, caseríos y anejos, moldeados por la vida agraria, por los caminos reales, por el paisaje y las distancias; pueblos metidos en valles mínimos, asomados a los abismos de la orografía andina, enterrados en un rincón de la cordillera. Algunos nacieron junto a los senderos o a la vía férrea, otros viven desde siempre cercados por las lomas o a la orilla de algún río tumultuoso, en la entrada a un páramo infinito o entre el bajío y los maizales. Algunos fueron tambos, de ellos queda memoria en las crónicas de viajeros asombrados, en los viejos mapas, en los relatos de algún amante de la tierra.
Hay pueblos amables que parecen sonreír desde lejos, cuando brilla el sol sobre sus techos; otros, se esconden tras los riscos, adustos, callados; algunos son apenas una mancha blanca sobre el tono gris de la cordillera.
Hay tantos pueblos que se olvidan y se niegan y que, alguna vez, fueron el testimonio de una humanidad distinta, vital, ahora ya muerta; fueron, a su tiempo, el alojamiento de una cultura que permaneció, por siglos, intacta, hasta el día en que las plazas quedaron desiertas y las campanas de sus iglesias callaron. Hasta el día en que se vaciaron de gente, enmudecieron sus casas y las calles quedaron sometidas al silencio.
Ahora, pocos recuerdan sus nombres; ya nada significan los conjuros que encerraban. (O)