La pandemia mundial por COVID-19 tiene evidentes consecuencias. Las principales son las de salud y las económicas. Estas dos han traído retrocesos en crecimiento económico, incluso por décadas, para algunos países. Y, si hablamos de salud, hasta enero 2022 son 5.5 millones de muertes a nivel mundial que ha cobrado este nuevo virus. Si bien las vacunas marcaron un progreso increíble en la batalla contra el virus, al mismo tiempo el acceso a estas vacunas son una medida de desigualdad y progreso para muchos países, los cuales no tienen la capacidad de inmunizar a su población para retomar lentamente las actividades sociales y económicas que les permiten progresar.
Después de visibilizar los efectos evidentes de la pandemia, hay los daños colaterales. Los daños que no son directamente responsabilidad de la pandemia, sino del manejo de las autoridades frente a esta crisis sanitaria. En el año 2020, marzo exactamente, cuando el virus empezó a propagarse en Latinoamérica, las medidas necesarias para detener la propagación del virus fueron emergentes. Durante el resto de ese año, las autoridades se vieron obligadas a mantener estados de excepción durante meses para intentar controlar el mortal virus que provocó crisis hospitalarias a nivel mundial. El cierre de los establecimientos comerciales tiene consecuencias económicas y laborales sin precedentes en el mundo. De acuerdo con estadísticas oficiales, en Ecuador solo el 17 % de la población económicamente activa tiene un trabajo que cumple con los requisitos mínimos legales (El País, 2021). Igualmente, al cuantificar las pérdidas económicas a raíz de la pandemia, alcanzamos los billones de dólares, afectando más industrias, como el turismo, el comercio y el entretenimiento. Estadísticas, datos, proyecciones de los daños y consecuencias por el confinamiento en la económica son varios. Son visibles y preocupantes para líderes y la ciudadanía en general.
Ahora, ¿qué pasa con los daños colaterales invisibles, los que no hemos publicado abiertamente en diarios, de los que no tenemos suficientes estadísticas o no nos cuestan suficiente como para ponerles atención? ¿Qué pasa con los daños que preferimos no ver, porque no tienen consecuencias económicas sino sociales? ¿Qué hacemos con daños profundos a generaciones enteras que han cambiado sus comportamientos, pero como no tiene un valor en la economía lo hemos dejado para después?
Tratemos de cuantificar los daños que provoca el cierre de las escuelas. Qué significa para el país, donde ya tres generaciones de estudiantes no han logrado cumplir con su graduación de estudio secundarios. Hablamos sobre lo que significa a largo plazo para el país tener a millones de jóvenes sin título de bachiller para acceder a mejores oportunidades de progreso.
Cuando empezó la pandemia, un estudiante de 16 años estaba cursando el primer año de bachillerato. Hoy, en 2022, ese mismo estudiante debería estarse graduando de su tercer año de bachillerato. Lamentablemente, para la mayoría de estudiantes del sistema público, quedarse en casa sin buen acceso a internet ni dispositivos electrónicos les forzó a que ingresaran a trabajos familiares o informales mucho más temprano de lo que les corresponde.
Estos jóvenes que, todavía, por derecho deben gozar de su educación, ingresaron a participar en trabajos informales y a apoyar a su familia, ya que seguramente por lo menos uno de sus padres perdió el trabajo como consecuencia de la pandemia. Estos jóvenes que hoy tienen 18 años ya no tienen cabida en el sistema educativo. Según UNESCO, solo seis de cada diez estudiantes terminarán la escuela en 2030. Estos desafíos no son solo económicos, sino sociales y de desarrollo. Cada día que pasa con las aulas cerradas hay pérdidas millonarias para cada país que prioriza abrir bares y no escuelas.
Ahora, hablemos de la salud mental que la inasistencia a las escuelas ha traído en los niños. Limitar el contacto social, su actividad física, sumado al estrés de los padres en casa son las condiciones perfectas para la violencia familiar. Cuando cada miembro no puede realizarse plenamente, sus capacidades de reacción emocional disminuyen. Todos, grandes y chicos están en un estado de incertidumbre permanente, que nubla nuestra capacidad de reaccionar, socializar y concentrarnos. Estas condiciones altamente estresantes hacen que estén irritables, cansados, inseguros. Esas emociones limitan la capacidad de aprender, rendir a nuestro potencial y desenvolvernos. Es una situación de alto estrés que va a durar 24 meses de sus vidas. En la vida de un adulto no es mucho, pero en la vida de niños de cinco años representa casi la mitad de su vida.
Los menores de bajos recursos tienen una probabilidad cuatro veces mayor de sufrir trastornos mentales, considerando la estadística global de un aumento de 20 % de trastornos de salud mental en casos de menores en general. Hablemos del incremento de casos de suicidio a raíz de la pandemia, hablemos de lo que significa esta consecuencia letal para la sociedad.
Hablemos de la economía de la mujer y la afectación que el cierre de las escuelas tiene en su productividad. En hogares de madres solteras, en donde una única fuente de ingreso depende de la productividad de la madre, pero sin que ella pueda trabajar porque sus hijos menores están en casa, representa un retroceso profundo en su superación económica.
Hablemos del 72 % de mujeres que son docentes y deben cumplir con su trabajo, sus responsabilidades de madre, cuidadores y el debilitamiento de su salud mental por estas condiciones. Hablemos del alza de casos de abuso a la mujer por las condiciones actuales, y cómo la escuela es un mecanismo seguro para muchas mujeres para aislar a sus hijos de agresores. Hablemos del alza del 20 % de embarazo de niñas de 10-24 años por el encierro de la pandemia. Si todas estas consecuencias no son suficientemente escalofriantes, impactemos en datos del Banco Mundial y su estimación de pérdida de 10 billones de dólares en ingresos a nivel mundial por el decrecimiento educativo.
Es momento de actuar, de pedir a las autoridades que reconsideren los riesgos de abrir las escuelas. Especialmente cuando se sabe que afortunadamente el virus COVID-19 no afecta mayormente a los niños, y que las escuelas no son un foco de contagio según UNICEF.
La decisión de cerrar nuevamente las escuelas es una decisión abusiva ante una población vulnerable y sin voz. Una población que, con su inocencia, no tiene la posibilidad de reclamar, como lo hacen los dueños de establecimientos comerciales cuando se reduce el aforo o se cierra su operación, o los empresarios que convocan a entretenimientos masivos que se plantan firmes para no cesar sus actividades económicas. Con qué derecho sobre los niños, los encerramos, como si fueran ellos los responsables de los contagios, cuando son los irresponsables adultos los que acuden a fiestas y a eventos masivos.
Basta de llamarlos héroes y de entregarles más responsabilidad de lo que les corresponde. Ellos no tienen la obligación de ser los silenciosos héroes que sí usan mascarilla; los adultos responsables debemos ser otros. Con qué destrezas sociales van a ser los líderes del mañana, si están encerrados alejándose cada vez de su realidad, de la resolución de conflictos y de aprender de su entorno. Si ellos son el futuro, tengamos cuidado de las repercusiones que, por cómodos o temerosos, tomamos ahora. (O)