Sin duda hay seres humanos extraños a los que les encantan los festejos de cumpleaños. No me cabe la menor duda de que festejarlos son una extravagancia de gente sensible. Sin embargo, hay otro grupo de personas (probablemente la minoría), a los que no nos gusta celebrar este tipo de eventos.
Hay seres que tienen la extraña idea de que no es necesario que otros se compliquen la vida por uno. Por ejemplo, cuando ocurre una calamidad y el paciente recibe una visita inesperada de cortesía en un hospital o los que detestan ser recibidos en el aeropuerto por una nutrida delegación de noveleros familiares. ¿Para qué? Sin duda, la falta de ubicación es un vicio terrible.
Lo mismo ocurre con el cumpleaños. ¿Para qué obligar a terceros a que se preocupen por uno? No se trata de ser aburrido, aunque es probable que ese sea el rol que este grupo de seres vivos cumple en la sociedad. Es simplemente pensar en el otro. Muchas veces pasar desapercibido es lo correcto.
Es incómodo hacer algo por obligación. Por eso, es incómodo tener que ir a comprar un regalo por cumplir, hacer una llamada sin ganas, pagar la cuenta del cumpleañero solo porque toca. Eso no es correcto para con el resto de las personas, pero es común.
Hacer las cosas por compromiso y sonreír también es una forma hipócrita de vivir. ¿Acaso alguien ha preguntado a los meseros si les gusta cantar cumpleaños feliz con pandereta y gorritos ridículos a un desconocido al que le invitan a comer? Por culpa del cumpleañero y de la necesidad de un sueldo, muchos restaurantes han adquirido esa mala costumbre de obligar a los meseros a hacer escándalo cuando alguien cumple años en detrimento del resto de comensales a los que nos les importa en absoluto de quien es el festejo. Solo quieren comer en paz. Así, por culpa del cumpleañero y de la vergüenza ajena, no solo que los amigos pagarán la cuenta a regañadientes, sino que todos saldremos de comer con la pegajosa melodía en la cabeza.
El cumpleaños, así como la Navidad, está bien festejar hasta cuando tienes unos doce años. Quizás catorce, si la pubertad llegó tarde. La piñata, los regalos, los amigos, los cachitos en la mesa, el pastel. Todo eso tiene sentido bajo la gratuidad. De niño quieres jugar y que te regalen cosas y eso alimenta la capacidad de asombro. Por eso, el cumpleaños como festejo tiene que ser una celebración inconsciente e inocente. Donde todo es gratis y esperas que te regalen cosas inútiles, pero tuyas al fin.
Por eso es permitido festejar durante esta etapa de la vida. Siendo adulto es una carga. Termina siendo un infierno encontrar un regalo que tienes que hacer por compromiso y perder el tiempo en el intento. Desear felicidad sin tenerla. Hacer llamadas vacías. En definitiva, cumplir un rol en la sociedad. Entonces es un suplicio. Es como creer en Papá Noel (por si acaso a mis hijos que están leyendo esto, Papá Noel si existe) siendo adulto. Todo tiene su edad, su tiempo y su momento.
Yo soy de los que cumplen el rol de exigir la abolición de las fiestas de cumpleaños. Lo mismo que los matrimonios con gente que baila fingiendo que son trencito o aquellos que salen a la pista de baile cuando escuchan los acordes de la Macarena para bailar igualitos. Esa demagogia extenúa. Envenena el verdadero sentido del cumpleaños.
Llamadas, correos electrónicos, mensajes. Por ejemplo, el envío de whatsapps puede exacerbar el uso de la tecnología. Hay chats familiares que solo se usan para mandar buenos deseos. Basta que uno se entere que es el aniversario del papá del chat del colegio, para que todos repitan el mismo mensaje una y otra vez. Esos chats se inundan de mensajes que a nadie le importa, ni siquiera al cumpleañero. La felicidad no se desea, se la practica.
La ventaja con este tipo de personas es que no se resienten si no reciben una llamada o mensaje de whatsapp o no tienen una invitación a almorzar. Todo lo contrario, agradecen por el alivio que significa no tener que responder con una sonrisa que no quieren poner.
La condición humana es fascinante. Pesa más la presión social que la sinceridad del deseo. Es esa manía de encontrar pretextos para irse de fiesta y ser feliz haciendo el trencito, bailando la conga a costa de alguien que, al día siguiente, dirá que tiene otro año de vida. ¡Qué viva el cumpleañero! (O)