Los adioses
A veces, despedirse es un modo de recordar que alguien vivió, dejó huellas y seguirá presente mientras haya quien mantenga vivo su recuerdo. Decir adiós no significa cerrar una puerta, es dejarla entreabierta para que los recuerdos fluyan e iluminen el vacío de que dejó su partida.

Las duras pérdidas que, de una u otra manera, han tocado a mi puerta en los últimos días me han hecho reflexionar sobre Los adioses de Juan Carlos Onetti, una novela que explora la idea de despedidas que no se dicen, pero que se sienten en cada rincón. El libro retrata a un hombre rodeado de rumores y miradas de distancia, que vive en un aislamiento convertido en una despedida constante. Estos "adioses" son silenciosos, llenos de melancolía y de una soledad que parece definitiva, como si cada separación fuera una pérdida irremediable.

Sin embargo, pensando en las recientes partidas de personas queridas, creo que no todos los adioses son tan absolutos como los de Onetti. Hay despedidas que, aunque dolorosas, nunca se concretan del todo. Porque mientras alguien viva en la memoria de quienes lo amaron, su existencia se resiste a desaparecer por completo. En los últimos días, la muerte se ha llevado a personas maravillosas: Lorena, Carla, Matías e Ignacio. Cuatro seres llenos de vida que, en su partida, han dejado algo más allá de su ausencia.

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Lorena, Lore, pediatra de mis hijos, hermana de mis entrañables amigos Gaby y David e hija del querido Elías, era una médica excepcional y devota, pero además una hermana e hija incondicional y una mujer de generosidad y bondad a toda prueba. Su partida es un adiós que resuena en cada niño al que cuidó y en cada familia a la que acompañó, incluida la mía. Luego se fue Carla, Carlita, hermana de Paola y Armando, amigos queridos también, en uno de esos accidentes trágicos que dejan una insufrible sensación de injusticia y desamparo. Fue atropellada mientras iba en su bicicleta, y el responsable, como siempre, en lugar de asumir su culpa, huyó, dejando atrás no solo una vida, sino también el dolor y la indignación de quienes la amaban. Carlita era una mujer llena de vida, simpatiquísima, a punto de comenzar una nueva etapa junto a su pareja. Su adiós deja un vacío enorme, pero también la imagen de su hermosa sonrisa y su energía contagiosa.

Días después, la muerte se llevó a Matías, Mati, hijo de Andrés y Ana María, sobrino de José Luis, amigos de toda la vida. Un muchacho de 21 años, deportista infatigable, querido por todos, que se fue dejando un rastro de alegría en quienes compartieron con él. Y luego está Ignacio, compañero de colegio de mi hija Antonia, un niño lleno de vida, que se ganó el cariño de todos en su colegio con su espíritu alegre y sus ocurrencias. Partidas tempranas, que nos recuerdan la fragilidad de la vida, la importancia de vivirla a plenitud y de siempre expresar nuestro amor a los nuestros.

Pero no toda despedida es definitiva. A veces, despedirse es un modo de recordar que alguien vivió, dejó huellas y seguirá presente mientras haya quien mantenga vivo su recuerdo. Decir adiós no significa cerrar una puerta, es dejarla entreabierta para que los recuerdos fluyan e iluminen el vacío de que dejó su partida.

Así, aunque ya no estén físicamente, la memoria tiene el poder de vencer la ausencia. Cada uno de ellos dejó una marca indeleble, una huella que el tiempo no logrará borrar. A diferencia de los adioses de Onetti, estos no son definitivos. Su presencia se mantendrá viva en cada historia compartida, en cada sonrisa evocada y en cada lágrima derramada al recordarlos. Lore, Carlita, Mati e Ignacio vivirán en los recuerdos de todos quienes los conocimos, y esa es una forma de inmortalidad que ningún adiós puede arrebatar. (O)