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Quizás este resultado electoral, marcado por la presencia trascendental de las nuevas generaciones que se han mostrado distantes a las confrontaciones del pasado, ajenas a los anti y a los pro, y que rechazaron frontalmente la violencia, nos permita mantener aunque sea una mínima esperanza de recuperar la paz y con ella la fe en la democracia.

23 Agosto de 2023 11.32

Tras los resultados electorales del domingo, en el país se vive esta semana un ambiente de tensa relajación. No es para menos, pues acabamos de pasar por el proceso electoral más violento de nuestra historia republicana y aún se ciernen negros nubarrones sobre el futuro inmediato del Ecuador.

Y es que apenas acabamos de sufrir una larga y extenuante pesadilla de la que despertamos con un Ecuador completamente diferente al que fue alguna vez, ese territorio de paz y gente buena que salía a flote a pesar de las permanentes crisis en las que vivíamos. 

El de hoy, en cambio, es un Ecuador sangriento, un Ecuador fracturado, desconcertado, estremecido, temeroso, indignado; el de hoy es un país desconocido para la inmensa mayoría de su población que aún conserva íntimamente aquella esencia pacífica, amable, alegre y despreocupada de un pasado que añoramos y al que esperamos volver un día.

El origen de esta pesadilla, todos lo sabemos, se remonta a esos tiempos de inequidad permanente, de inestabilidad y turbulencia en los que se asentaron las bases débiles de un Estado de derecho en el que los políticos de turno buscaron predominantemente la apropiación y el control de la justicia como arma de defensa y ataque, de gobierno, de impunidad y venganza. Así surgieron las respuestas vehementes, beligerantes, caudillistas que llegaron para dividir al país y lo arrojaron a las correntosas aguas de la confrontación, del enfrentamiento social, de la violencia exacerbada y de la corrupción galopante que nos ha arrastrado sin remedio a esto en lo que nos hemos convertido ahora: un Estado fallido en medio del fuego cruzado.

La institucionalidad del Ecuador, desde entonces, se ha destruido hasta convertirse casi en escombros. En este presente de terror, de pavorosa ensoñación, nadie cree en el Estado y en sus instituciones, pero todos apelamos a la esperanza de que alguien llegue para acabar de una vez con la peste que nos envuelve y nos corroe. 

En este sentido, será fundamental que el nuevo gobierno, si es que se enmarca en una línea democrática, empiece otra vez el camino para asegurar su futuro con un sistema judicial imparcial y confiable, con jueces que surjan de una carrera judicial meritoria y no respondan a sus jefes o líderes políticos ni al miedo ni a la tentación del dinero, sino tan solo a la ley, a su leal saber y entender. Solo así recuperaremos alguna vez esa pasajera convicción que nos asaltó hace poco tiempo cuando creímos que el dique que contenía al Estado de derecho (siempre frágil y, por tanto, en permanente asedio) era una Corte Constitucional seria y responsable y no lo que tenemos hoy, una Corte con una minoría proba, pero dominada por una mayoría de actores políticos y activistas que se desentienden de su labor imparcial de jueces por sus propios intereses, convicciones, afectos o desafectos. 

Esta elección imprevista, repentina, fruto del turbio juego político de una Asamblea pobrísima (la peor de la historia del país), de una Corte Constitucional desfigurada y de la ansiedad golpista de los que se muestran desesperados por volver al poder, nos ha dejado a los ecuatorianos marcados a sangre y fuego. 

Lo que se nos viene en pocos días, probablemente, sea otra pesadilla. La violencia, las amenazas, los anuncios de venganza, la agresividad y la confrontación se han convertido en un arma electoral poderosa para advertirnos sobre lo que nos espera si es que no claudicamos frente a los oscuros intereses de quienes necesitan volver al poder para cerrar a su alrededor un círculo de impunidad, venganza y latrocinio. 

Quizás este resultado electoral, marcado por la presencia trascendental de las nuevas generaciones que se han mostrado distantes a las confrontaciones del pasado, ajenas a los anti y a los pro, y que rechazaron frontalmente la violencia, nos permita mantener aunque sea una mínima esperanza de recuperar la paz y con ella la fe en la democracia, la confianza en un Estado eficiente y transparente del que nos acordemos solo cuando debamos volver a elegir dignatarios para reconocerlos por su trabajo o rechazarlos en las urnas con nuestro voto. (O)

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