Yo cumplía con mi rol encomendado. En silencio, me adentraba a mi papel de cuidar el puesto de mi padre en aquella zigzagueante columna. Yo tomaba muy en serio aquella encomienda y me transformaba en un pequeño guerrero de 90 centímetros de altura ocupando una baldosa mientras él luchaba con su caligrafía para llenar, letra a letra y número a número, los montos y nombres de sus acreedores.
Mi padre, un treintañero para la fecha, acudía siempre con un esferográfico de color azul en la solapa de su camisa tal como si fuese una espada. Ajustaba sus lentes para enfrentarse a cheques, papeletas de depósitos, de retiro o de transferencias, logrando batirse con 20, 30 o hasta 40 minúsculas casillas. Siempre con la preocupación latente de que el mínimo error arruinaría aquel documento.
Cuando aquello ocurría tenía que empezar todo de nuevo, bajo la mirada de odio de quien esperaba también un espacio para darse a duelo con sus propias papeletas.
Mientras mi papá luchaba en la mesa de las papeletas bancarias, yo mantenía mi batalla personal para que no me quiten el puesto. De vez en cuando, me levantaba en puntillas para aparentar ser más alto y demarcar mi territorio temporal. A cada momento giraba mi vista miope de lado a lado, siempre atento al paso que daba la persona del frente y cuidando, con vehemencia, que no exista el avivato que quiera colarse bajo la excusa de “es que yo ya estaba antes”.
Media hora después de permanencia en la fila del banco, el resultado era el mismo. Pese a mis miedos, mi papá siempre llegaba antes de que toque mi turno de acudir a la ventanilla, y también antes de que el guardia de turno se despache un vívido “¡Siga señor, siga! ¡Siga a la caja seis!”.
En varias ocasiones, la sensación del deber cumplido se convertía en frustración cuando, al enfrentarse por fin al furibundo cajero, mi padre era despachado en cuestión de segundos pues había escrito la fecha en el formato incorrecto o, tal vez, porque sus garabatos no satisfacían el ojo clínico inquisidor del regente de firmas, también conocido como Supervisor y quien le negaba el pago.
Pero Laura, mi pequeña hija que acaba de llegar a este convulsionado mundo, nunca conocerá ni de lejos aquellas experiencias bancarias que los 'millennials' vivimos y que seguro nadie añora.
Nuestras 'vidas financieras' han cambiado en las últimas décadas gracias a los avances tecnológicos y, según las proyecciones mundiales, estas seguirán evolucionando a pasos agigantados con la inclusión de la Inteligencia Artificial.
Ahora contamos con más facilidades para transaccionar pues estamos dejando las agencias físicas para trasladarnos al mundo digital financiero. Actualmente podemos 'visitar' nuestro banco mediante un par de clics para hacer pagos a cualquier hora y desde cualquier dispositivo, incluso desde nuestro reloj inteligente.
Las facilidades han permitido que, por ejemplo, las transacciones electrónicas en Ecuador se quintupliquen en una década pasando de 27 millones de operaciones en 2010 a más de 112 millones en 2022, según datos del Sistema de Pagos Interbancarios (SPI) del Banco Central del Ecuador.
Profundizando un poco más en esos datos, del 2019 al 2022 (luego del aventón digital que nos ocasionó la pandemia y que desbloqueó en muchos una nueva fobia al dinero efectivo bañado en alcohol) las transferencias electrónicas (SPI + Pagos en tiempo real) pasaron de 85 millones a 183 millones, lo que se tradujo en mover más de USD 117 millones a USD 176 millones en ese periodo, según la misma fuente.
Hoy nuestro estrés financiero ya no suele estar marcado por una papeleta mal llenada, sino más bien por un miedo irracional al no contar con buena señal celular. Asimismo se deriva de la profunda ira que ocasiona encontrarnos con aquel fatídico cartel que anuncia: “solo se acepta efectivo”.
En menos de cinco años pasamos de admirar a quien manejaba una 'app' del banco, a comparar cuál de las aplicaciones móviles nos presta mejores prestaciones, o a gestionar préstamos totalmente en línea e incluso depositar cheques sólo con la cámara del móvil.
Pero, aunque parezca que estamos en la cúspide de la innovación financiera, aún estamos lejos de entender cómo interactuarán las nuevas generaciones con sus futuros sistemas financieros. Ahora, en 2023, y según un informe del Foro Económico Mundial sobre cómo se integrará la Inteligencia Artificial a los empleos del mañana, los oficios basados en operaciones repetitivas como el de un cajero bancario, un teleoperador o un autorizador de crédito, tienen más probabilidades de ser sustituido por una IA en las próximas décadas. Aquello, sin duda, obligará a replantearse el rol humano en los procesos financieros.
Y en cuanto a este sector, hoy cuenta con nuevos actores que, muy seguramente, marcarán la cancha en los próximos lustros: las fintechs. Se trata de empresas dedicadas a la generación y optimización de procesos financieros, mismas que eran desconocidas hace dos décadas y que hoy suman ya más de medio centenar. Éstas, comparten ahora una importante porción del mercado junto a una veintena de bancos y más de 400 cooperativas de ahorro y crédito.
Tal vez mi pequeña Laura, en unas dos décadas, tendrá la oportunidad de conocer los billetes y monedas físicas en un paseo por un museo virtual, en el que también conocerá cómo lucían las agencias físicas y vea cómo nos pasábamos la vida en la fila de un banco.
Incluso, no sería descabellado que, cuando ella tenga mi edad dentro de 35 años, se admire y considere anticuadas a las prácticas financieras que hacía su padre en 2020's, cómo cuando escaneaba un código QR impreso en la tienda para pagar por sus helados. (O)