A propósito de la última andanada de amenazas y juicios en contra de periodistas y medios de comunicación del país, recomiendo la lectura de una de las novelas más incisivas y brillantes del escritor Juan Gabriel Vásquez, titulada 'Las Reputaciones', que fue publicada bajo el sello Alfaguara en 2013.
'Las Reputaciones' cuenta la historia del caricaturista político más influyente de Colombia, Ricardo Rendón, que a los ojos de otro caricaturista contemporáneo de renombre en aquel país, Javier Mallarino (nombres de ficción) había sido devorado, como tantas otras figuras, por el hambre sin fondo del olvido.
Y es que el caricaturista es capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china, es decir, como si en Ecuador nos refiriéramos a Asdrúbal, Enrique Terán, Pancho Cajas, Roque Maldonado, a los Picapiedra o a Xavier Bonilla, Bonil, que es justamente el último caricaturista al que ha denunciado por supuestas injurias y calumnias el papacito del presidente del quinto poder del Estado ecuatoriano, el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
Cuando el poder en cualquiera de sus formas ataca y amenaza a la prensa, es el poder el que se coloca en el ojo del huracán. Por supuesto, si el poder es absoluto, como en el caso de ciertas dictaduras latinoamericanas a las que conocemos bien, los periodistas y los medios no tienen más remedio que agachar la cabeza y adular al poderoso, o enfrentarse con valor al encierro, a la muerte o al exilio perpetuo. Pero si aún existe en la nación un ápice de seguridad jurídica, un último resquicio de institucionalidad, será el poderoso con todas sus ínfulas y su rabia, el que ante su abuso será maniatado por el sentido de justicia que debe imperar en una democracia.
La reputación de una persona se forja cada día tanto en sus actividades públicas como en las privadas. Incluso cuando se actúa detrás de las paredes, esa reputación bien puede aflorar en cualquier momento y provocar un desastre alrededor de la persona imputada. Una caricatura puede decir o revelar mucho, por supuesto, y puede llamar a los lectores a miles de interpretaciones o especulaciones, pero también puede ser efímera o no provocarnos nada ni tener repercusión alguna. Como dice Valencia, el director del diario para el que trabaja Mallarino en 'Las Reputaciones': Demandar por una caricatura así es como aceptar los cargos. Y, al respecto, Mallarino, autor del dibujo que ha puesto en riesgo el cargo y la reputación del congresista Adolfo Cuéllar, reflexiona: Lo que el dibujo sugería: ni declaraba ni denunciaba… era como un susurro en una reunión, una mirada de reojo, un dedo que se levanta en privado sin que el público se dé cuenta. Las caricaturas tenían unas raras propiedades químicas: Mallarino se iba dando cuenta poco a poco de que la defensa, cualquier defensa que hiciera Cuéllar de sí mismo o cualquier otra persona de Cuéllar, lo hundía más en el descrédito, como si la verdadera ignominia consistiera en mencionar la caricatura.
Lo cierto es que cada vez que una caricatura se publica en la prensa, las reputaciones de los personajes aludido se ven alteradas, en raras ocasiones para ensalzarlos y homenajearlos, casi siempre para ridiculizarlos y ponerlos en evidencia. El caricaturista sabe que el humor resulta incómodo al poder, y por eso lo usa cada día con inteligencia, como arma de ataque en la que se destacan sus características más evidentes: narices prominentes, labios profusos, orejas elefantiásicas o cejas espesas, barrigas abultadas y extremidades disparatadas, o también aquellas que se refieren a ciertos comportamientos evidentes o no tanto: malgenios, alardes de hombría o mañoserías, pero también se hacen caricaturas como un arma de defensa de la propia sociedad, como una forma de no olvidar o de evitar ser silenciados.
Alegar que la caricatura de Bonil encierra una lista de injurias calumniosas casi tan extensa como todas las tipificadas en el propio Código Integral Penal es, por decir lo menos, fantasioso y ridículo; y, aquello que pudo ser apenas un susurro, una risa fugaz o la breve indignación de los que miraron la caricatura y se remontaron inmediatamente a cierto pasado oprobioso que quisiéramos olvidar, se transformó de pronto en un vendaval, en una cuestión judicial y, por tanto, pública, una cuestión en la que participarán ahora todos los medios de comunicación nacionales e internacionales para saber y comprender cómo es que aquel dibujo nos decía tanto y ninguno de los que lo vimos lo supimos interpretar. (O)