Son las enseñanzas cardinales del budismo. Están reseñadas en el Samyutta Nikaya, colección de discursos de Buda. Hijo de un influyente rey, nació en alguna región entre Nepal y la India con el nombre de Siddaharta Gautama, se cree, alrededor de los siglos VI y V a. C. En edad madura para ese entonces, abandona su hogar en busca de sabiduría. Es así como, sentado bajo una higuera, al amanecer se da su Gran Despertar, para pasar a convertirse en El Iluminado (Buda). Sostiene que nacemos con mente pura, la cual se contamina con apetencias insustanciales que distraen al ser humano. El riesgo es terminar transmutado en mero ente alejado de responsabilidades para consigo mismo.
La persona está obligada a encontrar su propio valor en su yo íntimo… más allá de lo que representan las formas carentes de esencia. La paz interior para el budismo es resultado de cuatro nobles verdades, a través de las cuales el hombre rompe las esposas atadoras a placeres vacíos. Son goces pasajeros en tiempo y en espacio, generadores de frivolidades y por ende de soledad perpetua. Esta creencia va ligada a la inexistencia de un alma como vida espiritual posterior a la muerte. De allí el desarrollo budista en torno al karma y a la reencarnación.
En el budismo la reencarnación es un nuevo encuentro con aquello que marcó nuestra vida anterior, no a título de sobrevivir a la muerte pero de continuación de la existencia. En este novel lapso de continuidad, el karma está dado por vivencias pretéritas sopesantes en el futuro. Principalmente las negativas llamadas a ser superadas, a efectos de no cargar con cadenas de penurias, propensiones y desnudeces morales que se proyectan en generaciones de manera indiscriminada.
La primera noble verdad revela que la vida es sufrimiento. De hecho, en Buda el origen del desconsuelo es el deseo, el apetito de aquello que ansiamos pero que no lo obtenemos, aunque también la manifestación de siempre querer más. Pocos hay más sufridos que los avaros; mezquinan hasta lo mínimo para la subsistencia del prójimo. Nacer, envejecer, morir, separarnos de quienes amamos y no obtener lo deseado es congoja, angustia y amargura. El dukkha budista es la presencia de insatisfacción; se manifiesta en el hombre resistente a comprender lo efímero. Es igual la dimensión fatídica, sombría de la conducta humana… el egoísmo.
La segunda noble verdad (samudaya) es la necesidad de abandonar los apegos doblegantes de la voluntad legítima. Mediante el anhelo de permanencia en el mundo transitorio, la persona edifica naturalezas ficticias que al no concretarse producen frustración. El despojarnos de ficciones demanda de sabiduría, que en el budismo es el conocimiento perfecto y la luz que surge de uno mismo. El auto resplandor es la exteriorización de valores trascendentales, distantes de acomodos presentes en seres no comprometidos con los demás.
La tercera noble verdad es la nirodha, entendida como cese del sufrimiento. Los Discursos de Buda la transmiten como desaparición, rechazo, abandono y renuncia a la ambición. Ello prescribe un proceso concientizador sobre ilusiones de realidades falsas. En esta esfera del quehacer humano encontramos a la nirvana, materialización de la libertad de la mente. Aquí radica, tal vez, la diferencia esencial con religiones que - como el cristianismo - abogan por la permanencia irracional en el dolor. Cuando nos despojamos del instinto humano a padecer y a penar arribamos a un estado de plena realización benevolente con uno mismo. No es individualismo pero coherencia en la conducta.
Lo expuesto desemboca en la cuarta noble verdad, la marga. Es el Óctuple Sendero budista. Se encuentra resumido en el entendimiento, la intención, la palabra, la acción, el modo de vida, el esfuerzo, la atención y la concentración… todos correctos. En esta erudición se resume la ética budista, que implica cultivarse en moral. Está vinculado a lo que el budismo denomina skandhas (características físicas y mentales): cuerpo, percepción, sentimientos, conciencia y predisposición al bien. Conformidad propia y para con el prójimo, no por caridad sino por adeudo ontológico hacia la sociedad de que somos parte.
Concluyamos con Macbeth, para quien la vida […] un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. De allí que estemos compelidos a darle sentido a nuestra existencia con verdades dignificantes de la naturaleza. Acomodar las verdades a conveniencias, así como desatender los hechos verídicos con propósitos de obtener ventajas en perjuicio de terceros, es manifestación de inmundicia ética. (O)