Y al llegar esta época del año, el tiempo es propicio para los comienzos y finales significativos, cuando solemos adentrarnos en momentos de reflexión profunda sobre nuestras decisiones. Si aplicamos el concepto de trazabilidad, común en ingeniería, podemos analizar el recorrido de nuestras elecciones y descubrir su impacto en nuestra vida.
A lo largo de nuestra existencia, tomamos un promedio de 35.000 decisiones diarias, lo que equivale a 933 millones de decisiones si consideramos una esperanza de vida promedio mundial de 73 años. Si cada decisión implica al menos dos alternativas, resolvemos cerca de 1.865 millones de dilemas en nuestra vida. Esto muestra que decidir no es un simple acto racional sino una compleja combinación de sensaciones, percepciones, datos, experiencia y emociones. En esta última área, aún tengo la inocente esperanza de que podamos superar a la inteligencia artificial.
El desafío de decidir
Hay cifras que ponen de manifiesto el desafío que representa tomar decisiones, por lo cual necesitamos ser resilientes con nuestros errores, cautos con las consecuencias y humildes al aceptar que, para algunas elecciones, debemos prepararnos mejor. Entre las múltiples decisiones que enfrentamos, quiero destacar dos que definen nuestra vida: elegir una pareja y una carrera profesional.
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Indudablemente sobre la primera aunque de trascendencia impredecible, me declaro un aprendiz. En cuanto a la segunda, he dedicado los últimos años de trabajo profesional apoyando a adolescentes y sus familias, explorando herramientas técnicas que mejoran la calidad de esta decisión. No obstante, identifico un fallo transversal en el sistema educativo global: se espera que los jóvenes elijan correctamente su carrera a los 17 años, cuando el cerebro no ha alcanzado su madurez completa. Según el Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos, el cerebro se desarrolla plenamente entre los 25 y 30 años, siendo la corteza prefrontal (clave para planificar, establecer prioridades y tomar buenas decisiones) una de las últimas áreas en madurar. Resulta comprensible, entonces, el alto número de colegiales que tienen miedo al fracaso.
Como sociedad, es imperativo incorporar en la educación elementos científicos, emocionales y de soporte profesional para guiar a los jóvenes de manera más efectiva en estas decisiones trascendentales.
La evidencia científica en la toma de decisiones
El estudio científico de las decisiones humanas tiene raíces antiguas. En el siglo XVIII, Nicholas Bernoulli introdujo el concepto de utilidad esperada para decidir bajo incertidumbre, mientras que Von Neumann y Morgenstern, en el siglo XX, desarrollaron la teoría de juegos para analizar decisiones estratégicas. Leonard Savage, por su parte, combinó estos enfoques con la probabilidad, sentando las bases de la toma de decisiones moderna.
Sigmund Freud, desde el ámbito del psicoanálisis, propuso que nuestras decisiones no son fruto del azar, sino del determinismo y el libre albedrío. La Real Academia Española (RAE) define la casualidad como "la combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar". Siguiendo a Freud y a la RAE, estoy convencido de que confluyen múltiples factores controlables e incontrolables en nuestras decisiones cotidianas.
El neurocientífico y neurólogo portugués Antonio Damasio complementa esta perspectiva con la teoría del marcador somático, que sugiere que nuestras emociones juegan un papel fundamental en la toma de decisiones. Según esta teoría, cuando enfrentamos una elección, nuestro cerebro utiliza "marcadores somáticos" (señales físicas o emocionales) asociados a experiencias pasadas para ayudarnos a evaluar las opciones disponibles. Estos marcadores actúan como atajos para el cerebro, permitiendo procesar decisiones complejas de manera más rápida y eficiente. En esencia, nuestras emociones no solo influyen en nuestras decisiones. También son una herramienta básica para resolver de mejor manera situaciones complejas.
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Enseñar a decidir mejor
Mientras disfruto intensamente los desafíos y aprendizajes del crecimiento de mi pequeña Amelié, pienso también sobre cómo aportar desde nuestro rol como padres a las nuevas generaciones para tomar decisiones importantes. Estoy convencido que educar a gestionar y acompañar emocionalmente a nuestros hijos no solo les permitirá enfrentar dilemas con mayor confianza, sino también que los preparará para resolver situaciones complejas en diversos aspectos personales y profesionales de su vida futura.
Es trascendental trabajar en familia sobre la responsabilidad de nuestras decisiones, lo cual implica también aprender a defenderlas con convicción cuando creemos que son correctas y argumentadas, pero a la par es importante construir una capacidad de autocrítica para reconocer errores con humildad y asumir el coraje necesario para corregir. Este aprendizaje cierra el círculo virtuoso del crecimiento personal como proceso previo a una cultura sana de decisiones vitales que con seguridad tendrá un impacto social positivo.
Un nuevo propósito
Las decisiones tienen el poder de cambiar nuestras vidas y las de quienes amamos, por ello para pasar la página y empezar un nuevo año, propongo a los lectores a que nos comprometamos con un propósito transformador: educarnos emocionalmente para también mejorar la calidad de nuestras elecciones y así avanzar hacia una sociedad que improvise menos en la forma en la cual tomamos las decisiones más difíciles de la vida. (O)