Una visión realista, que podría calificarse de pesimista, conduce a pensar que la democracia sería una virtuosa excusa para “legitimar” el hecho del mando. La verdad es que las doctrinas políticas han sido una forma de darle sustento teórico y explicación pragmática al derecho a mandar y a la obligación de obedecer, de darle razones a la capacidad de castigar, reprimir e imponer formas de vida.
I.- La devaluación de la legalidad.- Hace tiempo, hizo crisis la legalidad. Estamos en la culminación de ese proceso. Más aún, entre los valores predominantes desde su fundación, el país nunca tuvo el de la sacralidad de la ley, el valor moral de lo jurídico, el respeto a las reglas y a los contratos, la “majestad de las instituciones”. Al contrario, todas las fuerzas han acoplado las normas a sus visiones, modificándolas, asimilándolas a sus intereses, interpretándolas conforme a su doctrina. La historia de la República es la crónica de la “adaptación de la legalidad” a los intereses del poder. Hemos sido fértiles en encontrarle excusas a esas prácticas, y el resultado es que no tenemos cultura de comportamientos marcados por las reglas, sino por las conveniencias de los grupos que estructuran la política (partidos, movimientos sociales, grupos de presión), y de ideologías que han impuesto sus utopías.
Si no hay legalidad efectiva, nada es asombroso, nada será sorprendente. Puede ocurrir lo impensable. No importa, siempre habrá algún argumento y alguna justificación. Desde hace años escuchamos un inventario de razones para obrar contra la Constitución, ¡alegando razones constitucionales! Desde hace años, leemos sentencias, en las que las razones del poder prevalecen. Lo que está detrás de todo esto es la voluntad de poder, la decisión de obrar, de imponer. ¿Es eso legítimo?
II.- La voluntad de poder.- Carl Schmitt, (1888-1985) un importante pensador alemán, ideólogo del nacional socialismo (“la mente jurídica del nazismo”) propició la idea del “decisionismo”, teoría que justifica el poder basándolo en la exclusiva voluntad del quien manda. Y lo más inquietante, Schmitt explica los fundamentos del poder constituyente, de la plenitud de facultades y del absolutismo del legislador, desde conceptos autoritarios.
Esa doctrina es una exaltación del poder y sus capacidades, una justificación de toda suerte de tácticas con la teoría de que la voluntad de poder tiene “derechos” irreductibles e irresistibles. Así, lo jurídico se reduce a las determinaciones políticas de un líder, asamblea o grupo, que tiene la opción de “decidir”; de allí la denominación de “decisionismo”. Schmitt cuestionó fuertemente al liberalismo, censuró todo “tecnicismo constitucionalista”, todo argumento basado en apreciaciones de ortodoxia y legalidad. Según él, nada puede estar sobre la voluntad del poder. La constitución es la “expresión de la voluntad fundante del soberano.”
El “poder constituyente” es, en definitiva, la dominación basada en la opción de mando, es decir, en el grupo estructurado que tiene capacidad de actuar e imponer su voluntad. Desde esa perspectiva, las mayorías parlamentarias se transforman en una especie de dios inobjetable. No importa los contenidos de la acción política, importa solo la “capacidad real de obrar” que justifica toda decisión que se adopte. Los derechos dependen esencialmente de lo político. Se extingue todo referente que no sea la potestad del Estado, su capacidad de imposición, su posibilidad de coacción.
La tesis señala que la capacidad constituyente radica en la voluntad de poder. El poder constituyente ?en la tesis de Schmitt- no está vinculado a formas jurídicas ni a procedimientos. Lo que prima es la posibilidad de “dictar” las reglas. No prevalecen los valores, ni hay referentes que enmarquen la acción legislativa y de gobierno. La legitimidad moral se esfuma y se reemplaza con el simple análisis pragmático de la fuerza política, de la voluntad. Lo demás, pierde sentido y fundamento.
III.- La invención del enemigo.- La acción del poder, la politización de la sociedad y de la cultura, exigen la existencia del enemigo político. Es una premisa básica, la política es guerra y ella necesita derrotados. En efecto, si lo bueno tiene el reverso de lo malo, en la política, el “amigo” debe tener como reverso al “enemigo”. En ausencia de enemigos reales, es preciso inventarlos, de otro modo, pierde sentido la dialéctica del poder, el juego de la fuerza. El triunfo sobre el adversario es ejercicio necesario de la fuerza, es lo que la justifica y lo que, en términos pragmáticos, la “legitima”. Es un rezago de la doctrina y del derecho de conquista, que atribuyó dominio absoluto a los vencedores sobre los vencidos.
Schmitt alto exponente del pensamiento autoritario, teórico del poder ilimitado, del Estado total, duro crítico del liberalismo, contribuyó a las tesis del Nacional Socialismo Alemán, partido que llegó al poder en Alemania en 1933 y que cayó en 1945, con el que colaboró este teórico hasta que fue calificado de “tibio” y luego excluido.
Schmitt escribió, entre muchos otros, dos libros esenciales para entender las tesis autoritarias y dictatoriales: “Teología Política” y la “Dictadura”. En ellas desarrolla la teoría de la voluntad de poder, identifica la soberanía con el derecho ilimitado a crear derecho o a suplantar el derecho por el que convenga al poderoso, bastando para ello contar con la capacidad de decisión en un momento determinado. Las tesis de las facultades absolutas de las mayorías parlamentarias incurren en ese peligroso sesgo que conduce a un autoritarismo disfrazado de democracia formal, a dictaduras que secuestran y tergiversan la representación popular. Schmitt sigue influyendo en pensadores actuales que teorizan y justifican las dictaduras.
IV.- ¿Hay límtes?.- Si se leen los textos del autor alemán, uno se pregunta por los límites del poder. Y se cuestiona si las potestades constituyentes o legislativas son ilimitadas, si el Estado es absoluto, si el “soberano” en nombre de quien se actúa, puede hacer lo que quiera ¿En qué queda la democracia, en qué quedan los derechos librados a la voluntad del poder, a la libre interpretación de los legisladores o magistrados, a la ancha manga de las justificaciones, a la consigna de derrotar al enemigo?
La necesidad de límites es evidente. El poder político no puede reducirse a la fuerza de las mayorías, a la dialéctica de la voluntad del poderoso. El poder necesita controles, necesita de legalidad efectiva que no dependa de sí mismo, sino de hombres libres y de tribunales autónomos. De gente capaz de cuestionar, porque, además de la fuerza de la voluntad de poder, hay valores mucho más trascendentes, hay dignidad humana, hay derechos inviolables. Hay libertades que en ningún caso se pueden cuestionar o eliminar. (O)