La rebelión de los generadores
Resulta indignante pensar que más de 11 mil millones de dólares se malgastaron en represas hidroeléctricas fallidas, cuando solo necesitaríamos 2 mil millones para erradicar la desnutrición crónica infantil en Ecuador.

Hace más de cuatro años que vivo fuera del Ecuador y, hace pocos días, tuve la fortuna de regresar a Quito para visitar a mi familia y amigos. Algunas cosas siguen igual y otras tantas han cambiado. 

Entre lo que no ha cambiado, reconozco los rostros de la gente sencilla que ha sido parte de toda mi vida: los amigos de siempre, la señora de la tienda, los vendedores del mercado, los microempresarios informales, los compañeros del colegio y los buenos maestros. Sin embargo, en este camino también me topo con fantasmas que creía extinguidos, pero que, al parecer, solo han cambiado de ropaje: la corrupción, la ineptitud, la mala política, el clasismo y la ausencia de un proyecto colectivo de país.

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Es extraño ver cómo conviven en una tensa calma unos con otros, en un libreto aparentemente armonioso que más bien refleja una silenciosa rebelión. Esta se manifiesta cuando, en medio de un apagón, un grupo de comerciantes minoristas se resiste a rendirse. Mientras unos se apresuran a encender las velas, otros ponen en marcha sus generadores eléctricos de primera generación. Con ambos artilugios, pacíficamente, combaten la ineptitud de aquellos que se han enriquecido a costa de unas hidroeléctricas que prometían convertir al Ecuador en un país con excedencia energética, pero que, en cambio, son ahora monumentos a la torpeza de gobiernos oscilantes entre pseudoizquierdas y pseudoderechas, los cuales no han hecho más que ventilar la podredumbre de sus ambiciones, enriqueciendo a unos pocos y empobreciendo aún más a los pobres de siempre.

Mientras los ingredientes de este desconcierto social se amalgaman en el ambiente, apresuro el paso para llegar temprano a casa, atento y temeroso de cada motocicleta que se acerca, evitando imaginar que soy víctima de la delincuencia. Hago una pausa y, en medio del sobresalto, me detengo a reconocer en este país a mis afectos más profundos: entrelazo mis travesuras de niño con el futuro que quiero para mi hija; mis sueños de juventud con la necesidad de responder desde mi vocación profesional a lo que amo hacer para lograr un impacto social; el legado de mis abuelos con el pragmatismo que necesitamos para transformar el país desde lo básico hasta lo profundo.

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Reconozco que este es el país donde nací, y veo a mucha gente buena que sigue apostando por verlo surgir. Veo al Ecuador donde Juan Fernando Velasco se inspiró de forma brillante para reconocer en sus letras y melodías a "hombres y mujeres de hormigón, llenos de coraje y de ternura...". Pero también veo un país repleto de "canallas que nos roban la ilusión". ¿Hasta cuándo?

Resulta indignante pensar que más de 11 mil millones de dólares se malgastaron en represas hidroeléctricas fallidas, cuando solo necesitaríamos 2 mil millones para erradicar la desnutrición crónica infantil en Ecuador. No alcanzo a imaginar dónde está escondida tanta fortuna mal habida, ni por qué nadie ha sido capaz de recuperar ese dinero que tanta falta le hace al país.

Como si no fuera suficiente lucrar del caos, ahora buscan también sabotear nuestra paz y destruir la inocencia de nuestro entorno natural. Espero de corazón que el equilibrio de la vida los extermine de la misma manera que ha sido aplacado el fuego, por un ejército de gente honesta, revestida de descontento popular, que transforme su ira y coraje en acciones democráticas y pacíficas, como en su tiempo lo fue Quito, la Luz de América.

Puede parecer una exhortación simplista al cambio, pero desde esta trinchera de educación y emprendimiento, enciendo las velas también para convencerme de que aún no es tarde. Debemos armarnos de valor para defender al país, romper con la inercia de la zona de confort, acabar con la sinvergüencería, y finalmente encender la luz —aunque tenue— que nos permita ver al final del túnel el futuro digno que todos los ecuatorianos merecemos. (O)