A propósitos de la columna de hoy, conceptuemos a la “razón” como la facultad y capacidad del ser humano para entender los hechos, actos y apariencias de su entorno en términos de lucidez intelectual. La razón permite al hombre aislar lo verdadero de lo falso, desempatar lo trascendental de lo trivial, identificar las contradicciones presentes en los argumentos necios de terceros, y arribar a conclusiones válidas descalificadoras de los dogmatismos. Razonar es pues un brío inteligente en que emprende una persona, cualificador de esta como ente perceptivo tanto del mundo tangible como de las abstracciones fenomenológicas que influyen en los desarrollos vivenciales.
Cualquier análisis académico que se emprenda en la materia debe, en nuestro criterio, partir de Immanuel Kant, filósofo prusiano (Königsberg, 1724 – 1804) que fuera profesor de Lógica y Metafísica de la universidad de su ciudad natal. Hombre sedentario que apenas abandonó la localidad, lo cual sin embargo no le impidió tener una visión universal del mundo de su época. Metódico en extremo, al punto que se dice que los habitantes de Königsberg “igualaban” sus relojes con la hora en que el pensador pasaba caminando por la catedral del pueblo.
Es interesante anotar que, a diferencia de la práctica de esas épocas, Kant publica sus obras habiendo ya cumplido más de cincuenta años de edad. Se interpreta esto como manifestación del grande razonamiento que imprime en los tratados antes de hacerlos públicos. Es precisamente el esfuerzo en pensar lo que distingue a quienes exteriorizan enunciados sustentados en la razón, de aquellos que se aventuran sin reflexionar lo suficiente.
La filosofía kantiana se remite a dos “realidades” que confluyen en sus teorías alrededor de la razón. Así, la realidad noúmenal o nouménica, que es aquella de orden intuitivo y especulativo, producto de nuestras percepciones de mera idea al margen de toda consideración experimental. Conforma el razonamiento puro. La otra es una realidad fenoménica, de naturaleza apariencial, fruto del discernimiento experimental; da origen a un conocimiento sensible del mundo en que nos desenvolvemos.
Partiendo de lo anterior podemos hablar de una razón pura y de una razón práctica. Kant distingue la sensibilidad, el entendimiento discursivo y la razón. Esta última es pura cuando responde a “principios a priori” independientes de la experiencia, propia del “ser racional” sin más; es una razón metafísica no descalificada per-se pero sí limitativa cuando con ella se intenta demostrar existencias no notorias… como de un dios, por ejemplo. Quien crea en un dios cualquiera por simple convicción teórica “pecará” de simplicidad, lo cual equivale a vulgaridad intelectual. ¿A que pocos de los creyentes cortos en profundidad analítica han reflexionado en esta consideración docta?
La razón práctica, en cambio, llega a un peldaño superior a la pura. Para explicarla el prusiano – alemán – se remite a dos mundos: el de la naturaleza y el de la libertad. El universo natural da nacimiento al “yo empírico”, llamado a complementarse con la libertad, que genera un “yo puro” solo regido por la autonomía de la persona racional. Es aquí donde aparece lo que se denomina el ”hecho de la moralidad”, que no se relaciona con un bueno absoluto sino más bien con la voluntad de hacer lo bueno… es decir, la buena voluntad. La razón práctica obliga a obedecer las leyes de la naturaleza tomando conocimiento de ellas para adecuar el actuar.
En esta “razón” lo determinante viene dado no por el ser sino por el “deber ser”. Nos encontramos ante obligaciones que rebasan la razón pura o teórica para inmiscuirse en la moralidad de la conciencia, que deriva en la responsabilidad para con uno mismo y para con los demás.
La moral kantiana es una de imperativos, significando estar frente a obligaciones en que prima la carga conductual a título de compromisos, cualesquiera sean los efectos o resultados del proceder del hombre. Y acá regresamos a “la libertad”, que en su practicidad implica resistir ante todo mandato ético distinto de los impuestos por la sola conciencia. Debemos actuar con base en nuestras convicciones racionales, jamás guiados por coacciones ni menos en tributo a nada ni nadie. Cuando forjamos una ética ajena a nosotros mismos, en obediencia a postulados etéreos, la persona deja de ser tal para convertirse en instrumento de manipulación y por ende en ente irracional.
La razón – aquel don que todos lisonjean tener pero del cual muchos carecen – está siempre convocada a marcar la pauta del bienhacer y bienactuar individual y social. En buena medida, los problemas sociales que gran parte de América Latina está atravesando tienen su origen mediato en la irracionalidad no solo de sus líderes, sino en general de los estratos insensibles a las realidades nacionales. (O)