Casi siempre, lo perfecto genera admiración, qué duda cabe. Pero el problema es que la perfección es un punto de llegada. Como si no se pudiera ir más lejos. Leila Guerreiro en su columna en la Cadena Ser con claridad dice que “[L]o que no funciona nos produce regocijo. Lo que funciona, en cambio, nos aburre. Porque la felicidad no tiene relato y la tragedia sí. Para confirmarlo basta con leer los diarios”.
Por eso la perfección irrita. Porque no tiene relato ni continuidad. La perfección se agota en sí misma y podría ser triste reconocer eso. Pero es así y ha sido así desde que la historia es Historia. Según la tradición judeocristiana, un día Lucifer se aburrió de tanta perfección y tanta alabanza a la perfección de Dios y se largó de ahí. Como consecuencia del portazo que pegó, que le llamaron Caída, a este sujeto “le debemos la Historia, que es menos aburrida que la eternidad”, según relata Antonio Caballero. De hecho, la perfección que parece angelical, irrita a los humanos y oír por eso siempre nos rebelamos ante ella. Lo humano se vuelve terrenal en la imperfección y permite que tengamos anécdotas que nos permitan vivir con equivocaciones, pero con objetivos que nos permitan seguir adelante.
En la perfección se pueden reconocer todas las virtudes. Pero a mí me gusta más lo banal. Lo incompleto del destino de las personas que les hace falibles. Me gustan las cicatrices y las equivocaciones, las mentiras que no hacen daño porque mentir es la única manera que tiene el ser humano de sobrevivir a la monotonía de lo perfecto.
Cuántas veces nos sentamos alrededor de una mesa a contar historias. Cuando las contamos, no las contamos perfectas, porque aburrirían. Las contamos con exageraciones, en desorden, buscando la manera de cautivar al público. Y eso es lo que ha hecho la humanidad toda su vida, desde que se sentaba alrededor del fuego (o quizás antes) a compartir lo que ocurrió después de un día de caza. Estos sistemas han existido siempre, porque las historias y las mentiras son tan antiguas como la humanidad. Y todas sirven para contar historias imperfectas, llenas exageraciones porque es ahí donde se desarrollan los verdaderos desenlaces.
La perfección es optimista y novelera. Pero aburrida. Por eso siempre estamos buscando una falla, un gap, algo que nos permita escapar a la corrección. Por eso los niños, que todavía no buscan la perfección, están siempre haciendo travesuras. Porque son más divertidas. Comportarse correctamente cualquiera lo puede hacer, las travesuras solo los elegidos.
Nos aburre tanto la perfección que siempre le estamos buscando alguna falla, un lunar, un desperfecto. Sin embargo, hasta en una piel blanca, tersa, lisa, joven, cuando buscamos un lugar para besar, los labios siempre terminan en un lunar, quizás una cicatriz, pero jamás en la parte de la piel impoluta y sin gracia. Mi lugar en el mundo, el lunar de tu pecho. Por eso, la perfección irrita.
La inteligencia, dice García Lorca, es enemiga de la poesía. Lo imperfecto tiene babas, manchas, vida, equivocaciones. Ahí está la riqueza del defecto. Por eso, la perfección despierta admiración, pero no pasión. La poesía necesita alma, no cabeza para que conmueva. Por eso escogemos lo que nos hace sentir y es ahí donde la perfección tiene su precio ya que carece de emoción. Porque la perfección es cerebral y, casi siempre, carece de alma.
La perfección empalaga, repele e irrita y cuando se vuelve excesiva, es liviana. Milán Kundera llamó a esto la “levedad del ser” y Voltaire también opinaba que “lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
La vida está para que pasen cosas buenas, pero no perfectas. Lo infatigable, fatiga. Porque aburre. Y muchas veces necesitamos el condimento de la imperfección, porque llena. En este mundo en que “todo es un ensayo”, como dice Hernán Casciari, mejor que nos pasen cosas buenas, quizás nos divertiríamos más. (O)